viernes, octubre 4, 2024
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Cómo se destroza un país

Carlos Marín-Blázquez,

Como en el poema de Lorca, vivimos en el «cieno de lo números y leyes». Diagnosticamos la salud de un país según nos va sugiriendo el muestreo periódico de los datos. Índices y gráficos, ésa es nuestra irrebatible verdad. La estadística es el genio elocuente de una época que, por lo demás, vive empapada en la sospecha. Quien no cree en nada está dispuesto a confiar en que un incremento de una décima en el PIB o un descenso infinitesimal en los porcentajes de las cifras del paro son el anuncio esplendoroso de una aurora inminente.

De manera análoga, el delirio legislativo sume al más escéptico de nuestros congéneres en la estupefaciente creencia de que el progreso continúa su marcha triunfante. Que se aprueben muchas leyes es síntoma de que la sociedad avanza hacia un estadio de plena realización. Da lo mismo si las evidencias indican lo contrario. El prosélito de la religión estatista es un fervoroso creyente en el poder transformador de las leyes, en la fuerza taumatúrgica del decreto. Que se legisle mucho. Que se aprueben normas que regulen hasta el pormenor más nimio de nuestro paso por la tierra. Que la vida se asfixie en una maraña de reglamentaciones imposibles de asimilar, imposibles de conocer, imposibles de hacer cumplir. De ese modo, el autócrata, enamorado de sí mismo en la charca de su indigencia moral, justifica los inmensos privilegios de que disfruta y mantiene a la sociedad en un estado de agitación que favorece su táctica frentista.

Cuando esta fe en la objetividad del dato y en la benevolencia de las leyes ya está suficientemente asentada, sólo queda manipular la realidad. Ya no importa lo que hay, sino cómo se cuenta lo que hay. Es decir, el relato. Así, la tergiversación se hace doctrina de partido. La mentira se institucionaliza y medran como asesores áulicos sujetos que dedican sesudas tesis doctorales a diseccionar los efectos benéficos del engaño. Pero cuidado: una sociedad que sucumbe ante este burdo guiñol cuajado de personajillos que basculan entre lo risible y lo grotesco es una sociedad que ha perdido el respeto hacia sí misma. Es éste un fenómeno que habría que situar en un contexto más amplio, como es el del naufragio de una civilización que ha visto cómo, en un plazo fugaz, lo que había tardado más de dos mil años en generarse se disolvía por ensalmo. Sin embargo, en el caso de España todo parece haber ido más aprisa. Los indicios apuntan a que somos una nación sin músculo para sobreponerse a la debacle. Sin duda, el hecho de que estemos en manos de quienes se afanan en el desmantelamiento final de la estructura que a duras penas aún nos sotiene, se debe a la labor previa de ingeniería social perpetrada durante décadas. Ellos han socavado los cimientos comunes, han sembrado el rencor, han desprestigiado el talento, el esfuerzo y la constancia, han minado las instituciones sobre las que se asienta la convivencia —muy en especial aquéllas que no son de naturaleza política— y han repartido las culpas ideológicas según la ruindad de su criterio sectario; por descontado, no han solucionado ni uno solo de los problemas reales que impiden que las generaciones más jóvenes puedan alentar un proyecto de vida a largo plazo; en cambio, han promovido el miedo, el repudio hacia nuestro pasado, la deformación de la historia, la sumisión al poder, la desigualdad entre ciudadanos de una misma nación y un igualitarismo mezquino que culmina en la desposesión de unas masas que sólo aspiran al subdidio; han exacerbado el gusto por la ignorancia y sufragado la burla ignominiosa del discrepante que ejecuta a diario su tropilla de lacayos bufonescos; se han esmerado, en fin, en el agravamiento de la brecha que separa a una casta dirigente privilegiada de una clase media paulatinamente empobrecida. Y como consecuencia de todo lo precedente, han dinamitado las esperanzas colectivas en un futuro mejor.

Así se destroza una pais. Hay que alejarse de las estadísticas, huir del estruendo mediático e ignorar la efervescencia legislativa que nos empantana en una idiocia crónica. Es preciso, por el contrario, captar el signo oscuro del humor que tiñe la época para saber cuál es el estado genuino de la cuestión. Mientras la libertad es acorralada, se hace necesario observar cómo medran los serviles. Hay que permanecer atentos al cinismo vacuo de ciertas miradas y a la hipócrita locuacidad de tanto impostor. Y pese al cúmulo de indicios sombríos, es urgente no dejarse anestesiar por el clima dominante y recordar que todo proceso de desmantelamiento tiene al fin un límite a partir del cual ya sólo es posible el comienzo de una regeneración. En algunos de sus artículos y de sus intervenciones, a mi amigo Domingo González le gusta citar este escolio del gran Gómez Dávila: «Siempre hay Termópilas en donde morir». Seamos conscientes todos de que ahora mismo, en la hora que nos ha tocado en suerte, ser adulto no es otra cosa que comprometer la vida en defender el palmo de libertad necesario para poder elegir esas Termópilas.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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