CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
Fue hace muchos años, durante la infancia. En verano, a la caída de la noche, era frecuente que algunos vecinos sacaran unas cuantas sillas a la puerta de sus casas y se quedaran un rato allí, charlando. Por entonces, la televisión aún no había establecido su imperio incontestable sobre esas últimas horas del día y mucha gente prefería escapar del calor acumulado en los hogares saliendo a disfrutar de la brisa que ya serpenteaba en las calles. A la luz de la mentalidad que impera hoy, es probable que la estampa que describo componga un cuadro pintoresco, pero tras el anacronismo al que apunta persiste un fondo de autenticidad que remite al modo en que, hasta no hace mucho, los habitantes de los pueblos y de las ciudades de tamaño medio acostumbraban a relacionarse con su entorno. Era una relación definida por la familiaridad y el deseo de encontrarse con el otro. Una relación sustentada en el aprecio mutuo y en el reconocimiento de una convergencia de valores que mitigaba los desencuentros y ayudaba a relativizar las discrepancias. Sólo la costumbre impedía apreciar aquellos momentos como lo que en realidad eran: efímeras cristalizaciones de una vida sencilla y diáfana, desprovista de muchos de los miedos y prejuicios que nos lastran hoy.
Por supuesto, al escrutar los hechos la mirada de un niño no alcanza a atravesar sus capas más profundas. Sin embargo, como compensación a esa carencia, su intuición es capaz de percibir la esencia precisa de un ambiente, el latido que presta a cada circunstancia su cariz definitorio. El muchacho que fui se deja envolver ahora por la cálida reminiscencia de aquello que le rodeaba: mi padre sentado a la puerta de nuestra casa, en una silla de lona plegable, fumando un cigarrillo después de la cena, y yo a su lado, en el escalón que daba acceso al portal, los dos en silencio.
Luego, a veces, algún vecino cruzaba la calle y se sentaba con nosotros, y yo me quedaba escuchando la conversación que entablaba con mi padre. Las palabras fluían, entrelazándose con el humo de los cigarrillos. He olvidado de qué cosas se hablaba allí, probablemente porque lo importante no era eso en realidad; lo importante era el hecho de que se hablara. Tras los afanes del día, tras el cansancio y el agobio de las responsabilidades que son el lote inevitable que depara cada jornada, aún quedaba un rato para dedicarlo a charlar despreocupadamente de lo que fuera. Es esa disposición a la apertura hacia el otro lo que ha llegado hasta mí. Es la certeza de que en ese rumor de voces, en mitad del inicio de otra noche de verano, había un fondo de humanidad que todavía me conmueve.
Poco a poco, esas escenas han ido desapareciendo del paisaje habitual de los pueblos. Aunque carezca de datos que respalden mi conjetura, sospecho que cada vez dedicamos menos tiempo a la charla tranquila con el prójimo. Supongo que las causas serán múltiples, pero el abandono de determinados estilos de vida y su sustitución por formas de relación menos directas y pausadas incide en un deterioro progresivo de la convivencia y en una cierta degradación del papel que les asignamos a los demás. Al dejar de contarnos historias, perdemos la memoria de lo que somos. Las vivencias comunes se acaban desvaneciendo y, con ellas, se pierde también el sentido de pertenencia a un espacio compartido. Cuando eso sucede, mantener la confianza en los demás resulta cada vez más difícil. En nuestra imaginación, el mundo deja de ser el lugar al que nos abrimos en busca de compañía y ayuda, y se transforma en un ámbito plagado de amenazas.
Es así como hemos llegado a la realidad que habitamos hoy. Y a uno de los elementos que la definen: la desconfianza. La desconfianza que nace de la distancia y la incomunicación crecientes, pero también de la completa dislocación de los rangos que los peores ejemplares de nuestra política han introducido en el seno de la vida pública. En el curso de unos cuantos años, nos hemos ido replegando hacia la estrecha franja de mundo donde nos sentimos seguros. Hemos sustituido la generosidad que implica el reconocimiento de la valía ajena por una mirada más puntillosa y mezquina. Al dejar de prestar atención a las historias de los demás, al dejar de compartir las nuestras, hemos permitido que el veneno de la sospecha infecte el tejido de nuestras relaciones, y de esa manera nos hemos convertido en seres que viven en un estado constante de alerta, oprimidos por el temor a la censura y la denuncia de quienes nos rodean. ¿Acaso no es bajo ese peso como ejercen hoy sus respectivos cometidos el médico que teme ser objeto de una demanda o el profesor al que permanentemente asusta recibir una reclamación?
Una sociedad dividida de este modo está incapacitada para oponer ninguna resistencia al dominio de los peores. Es un yermo sobre el que nada puede prosperar. El interés por el prójimo concreto se ha sustituido por lealtades abstractas, por filiaciones artificiales y grandilocuentes en virtud de las cuales quedamos alineados en bandos desde los que nos miramos con la hostilidad propia de individuos que pertenecieran a especies enfrentadas. Pero somos seres constitutivamente narrativos. Necesitamos contar las historias de nuestras vidas y que otros nos cuenten las suyas. Si dejamos de hacerlo, nos deshumanizamos; abrimos la puerta para que otros poderes nos impongan desde fuera sus relatos y adulteren a su antojo nuestras existencias. Y así terminamos viviendo en el interior de una burbuja de falsedades, desentendidos de las alegrías y las congojas de los demás e ignorando quiénes somos.