ROSA CUERVAS-MONS,
Es difícil señalar cuándo ocurrió, pero parece claro que, al menos en España, hemos perdido el respeto a la palabra dada. En un mundo donde todo parece ser relativo y en el que impera el individualismo, faltar a la palabra, mentir, se convierte en el pan nuestro de cada día. Y, si hablamos de política, la ración de incumplimiento verbal se multiplica casi hasta el infinito.
Por eso quizá algunos parecen incapaces de reconocer la verdad aunque la tengan delante; por eso, quizá, hay quien miente con tanta naturalidad que se acaba creyendo sus propias mentiras. Viene la reflexión al caso de las negociaciones tras el 28M, esa cita electoral que ha redibujado el mapa de España llevando a los socialistas al principio de su fin. En el tablero de juego, dos actores.
El primero, color verde, mantiene la misma posición que tuvo durante toda la campaña electoral: «Sí al cambio de políticas; sí a sumar para cambiar las cosas; sí a derogar un legado dañino; sí a cumplir lo que se dice en la campaña electoral. No al mero cambio de sillones; no a traicionar la confianza de los votantes; no a regalar votos; no a hacer de coche escoba; no a volver a caer en la trampa de quienes prometen en una negociación de investidura e incumplen durante su mandato».
Tan claro habló la parte verde de la escena, que llegó a pedir no ser votada si quien lo hacía, lo hacía con la intención de que regalara gratis sus votos. «Quien quiera que regalemos los votos al Partido Popular, que no nos vote; que vote al Partido Popular».
Así las cosas, cualquiera que sienta un mínimo respeto por la palabra dada, entenderá que lo único que no puede hacer este actor verde es regalar sus votos gratis al Partido Popular. El segundo en la ecuación, de color azul, parece no entender la sencilla premisa anterior, y sí sentirse cómodo en un escenario de medias verdades y matemáticas imposibles.
Por ejemplo: pretender gobernar en solitario una región —pongamos Extremadura— en la que los electores no le han dado la confianza suficiente como para superar una sesión de investidura sin ayuda de un segundo. Pero entra entonces en juego esa pirueta matemático-lingüística de la mayoría suficiente que, cambiando la reglas del juego, pretende modelar el resultado de las urnas y ajustarlo a sus particulares números sin ofrecer un solo argumento político más que el de —perdón por lo coloquial— sus santas narices.
Es tal la capacidad de negar la realidad y de ignorar el valor de la palabra dada, que esos azules se permiten hablar de «cuotas de poder» para criticar al partido que, simple y llanamente, pretende cumplir y hacer cumplir lo que prometió en campaña.
Y, más allá, es tal la capacidad de creerse sus propias mentiras que hemos visto atónitos cómo el líder de los azules, el señor Feijoo, acusaba a su homónimo en VOX, al señor Abascal, de querer sólo «cuotas de poder» para, a renglón seguido, reconocer ante sus electores que está dispuesto a «perder Extremadura» para ganar, a cambio «muchas otras alcaldías».
Esa política al peso, ese coge unos votos de allí y ponlos aquí, esa tabla de excel en la que sólo importa el total final (ocho alcaldías acertadas, a 200 pesetas la alcaldía…) refleja como nada lo que importan en la ecuación los votantes, su voluntad y, sobre todo, las cuotas de poder.
Es, qué duda cabe, una forma de hacer política, pero no es la forma de hacer política de quien tiene, todavía, respeto por la palabra dada; de quien aspira a cumplir, en el mayor porcentaje posible y en función de la fuerza de las urnas, lo que dijo que haría.
Y es que esto de respetar la palabra dada tiene esas cosas. Que a uno lo compromete; le ata las manos y cierra las puertas de varios caminos de apariencia fácil. Pero, al fin y a la postre, lo de cumplir con la palabra dada tiene una cosa buena: te convierte en alguien de fiar.