Nelson Chitty La Roche,
El Convenio Internacional de Naciones Unidas, del 9 de diciembre de 1999, para la represión de la financiación del terrorismo define, en su artículo 2.1 (b), un acto terrorista como “cualquier acto destinado a matar o herir gravemente a un civil o a cualquier otra persona que no participe directamente en hostilidades en situación de conflicto armado, cuando, por su naturaleza o por su contexto, este acto tenga por objeto intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar o abstenerse de realizar cualquier acto”.
La Asamblea General de las Naciones Unidas reafirmó esta definición en enero de 2006 (resolución 60/43), definiendo los actos de terrorismo como «actos criminales diseñados o calculados para aterrorizar a toda una población, a un grupo de población o a determinadas personas con fines políticos».
De que la justicia no necesariamente se aloja en la ley no creo que haya hoy en día ninguna discusión. Tampoco la decisión judicial contiene” per se” a la justicia. Aristóteles, inmensamente humano como era, abría otras ventanas en la búsqueda de la susodicha y así emerge la equidad ante el aserto de que la justicia sería “dar a cada cual lo que es suyo”.
No pretendo teorizar sobre la justicia que, por cierto, es uno de los conceptos más trabajados en la segunda mitad del siglo XX y aún suscita frecuentemente abordajes variados, sesudos, profundizados y, por supuesto, humanamente impregnados de sesgos de distinta naturaleza. En ese trato deferente y preferente que se ha dado a la justicia, se advierte lo jurídico, lo filosófico, lo social, lo político, lo axiológico, lo económico, lo moral, lo humanitario.
El ser humano, desde siempre -es sano recordarlo- conoce el pragmatismo y el poder como aviesos, sórdidos, ominosos y los ha visto incursionar y tergiversar lo que se experimente espiritualmente como justicia en su elaboración humanista. A nombre de la razón de Estado o, en términos más sencillos, del interés de aquellos que predominan y demandan más que aquiescencia, obediencia, hace faena la fuerza y la injusticia disfrazada de poder o quizá éste, como repite Loewenstein, muestra su esencia demoníaca.
Sin entrar tampoco en la comparación entre el Derecho Positivo y el Derecho Natural, es menester admitir que la normación societaria procura, y ello se evidencia a menudo, valorar la correspondencia entre lo que se piensa y se asienta en el rigor de la ley escrita y lo que se siente en nuestro corazón, en nuestro espíritu, en nuestra consciencia, en la trascendencia de la justicia, es un valor que sin embargo puede quedar fuera de la regla.
Traigo esto a colación a propósito de las privaciones de libertad que en Venezuela se acuerdan a cualquiera que ose una expresión ciudadana que soliviante al hegemón, aunque lo haga en ejercicio de sus derechos humanos con reconocimiento y garantía formal y constitucional. Una simulación de juridicidad es la fachada de una entelequia resentida, inescrupulosa y adicta a la impunidad.
Alzar la voz, manifestar su criterio político en la calle y, como consecuencia, la desmedida imputación que lo presume terrorista, sin amenazar a nadie, sin herir a nadie, sin ultimar a nadie, sin armas, sin que le sea probado planificación o asociación para realizar episodios que comprometan la seguridad pública, es el tipo delictivo frecuentemente invocado y suturado al expediente del desafortunado opositor. En resumen, sin que haya realizado ninguna acción susceptible de encajar en los supuestos del arquetipo penal, privarlo no es conceptual ni moralmente correcto.
El Estado PSUV usurpador, dirigido por ilegítimos titulares de los poderes públicos, abusa de una violencia que, obviamente, carece de legitimidad. Viene a mi memoria un célebre aforismo latino, “Abusus non est usus, sed corruptela” que, traducido y contextualizado, nos indica que el abuso no es un uso, es corrupción y así debe asumirse.
Lamentablemente, el ejercicio del Ministerio Público y del juez de control, actuando como operadores del régimen y nunca como órganos independientes del poder público, se prestan a calificar el más sencillo suceso ciudadano de protesta como terrorismo y a aplicarle sin ningún miramiento las medidas propias de un delito que no cometen ni en pensamiento, ni en palabras ni en obras.
Haciéndolo así, se anula la defensa comprendida en la estrella más rutilante de la cosmovisión del Estado Constitucional, a saber, el debido proceso y, peor aún, se concretiza materialmente lo que sin dificultad encaja en el terrorismo de Estado. Esa conducta sí que entra en el concepto y se constituye en delito de lesa majestad y de lesa humanidad.
El orden interno y la seguridad del Estado PSUV no son lo mismo que el orden interno y la seguridad en el Estado Constitucional. Los roles cambian en la medida que se criminaliza la ciudadanía y la política misma y, especialmente, cuando se pone a la vista del mundo que trata de imponerse, subyugar y someter a los compatriotas que disienten o reclaman sus más elementales derechos políticos. La doctrina alemana lo denomina Derecho Penal del Enemigo y coloca en el banquillo de los acusados a sus autores, sin que medie excepción.
El estudio de la genealogía en Venezuela de la legislación sobre la materia de terrorismo indicaría una base que se dirige a punir la organización para delinquir que lo incluye, pero luego se ofrece un giro que lo personaliza incluso. Más aun, se viene orientando la idea de terrorismo como un instrumento político para ser utilizado con el propósito de disuadir o eventualmente castigar la protesta organizada o no.
Basta revisar la Ley Orgánica contra la Delincuencia Organizada de 2005 y compararla con aquella de 2012, Ley Orgánica contra la Delincuencia Organizada y el Financiamiento del Terrorismo, para recordar el uso que se le dio y se le viene dando desde entonces.
Procede traer a colación una cita de Provea, en ocasión de discutir la ley que, dicho sea de pasada, fue sancionada con los solos votos de la mayoría oficialista; “ […] La Ley orgánica contra la Delincuencia Organizada y Financiamiento al Terrorismo (Lodofat) está orientada a la criminalización de la protesta y la proscripción de las formas de lucha que históricamente ha adoptado el movimiento obrero […] Provea denunció a esta Ley como potencial violadora de los derechos humanos debido a su ambigua definición de “acto terrorista” y “ delincuencia organizada” […] Establece penas para las personas naturales y jurídicas que sean calificadas como terroristas o cooperantes con el terrorismo […] Sin embargo, el objeto principal de la Lodofat es la desarticulación y desmovilización de los sectores en lucha, entre ellos, los sindicatos y gremios”
Duele constatar cómo se califica de terroristas a simples manifestantes o a periodistas que únicamente buscaron investigar y denunciar situaciones de notable preocupación y angustia ciudadana, y no se procesan esas bandas armadas, paramilitares los llaman algunos y colectivos los reconoce el pueblo pobre que las padece regular y sistemáticamente, que han asesinado y agredido a placer y perversión, a grupos humanos, a coterráneos y cuyas conductas encajan matemáticamente en la cabida del tipo delictivo del terrorismo.
En los días siguientes al 28 de julio murieron 26 personas y ¿a manos de quién se pregunta uno? Arendt hablaba de la verdad factual y de la verdad de la razón. Ambas pueden negar los hechos o la interpretación de estos, pero allí está la verdad y en nuestra consciencia no se discute ya la realidad.
Utilizar de manera improcedente la tacha de terrorismo para penalizar a quienes no lo son es un crimen de Estado y no podemos pasarlo por alto.