ITXU DÍAZ,
En el país que se detuvo tres semanas por un ridículo pico, apenas un breve gesto anónimo de repugnancia para la pareja de hijos de puta de Madrid. Ni un aspaviento en el Gobierno, ni una palabra en el ministerio más indigno, ni una concentración, ni un análisis profundo. Donde no hay rédito político que rascar, la vida, la dignidad, la infancia, nada vale nada. Ni siquiera un debate mediático sobre la pena de muerte, que demostrara que queda algo sano aún en nuestra sociedad, algunos ciudadanos que no son capaces de digerirlo todo, nuestra única esperanza. Nada. Una sociedad está muerta cuando ha perdido incluso la capacidad de conmoverse.
Las causas jamás justifican estos hechos, pero aportan soluciones futuras, por eso conviene entrar en ellas, por incómodo que sea. Quizá la más importante es la sensación de impunidad. En un país que lleva meses excarcelando a violadores y pederastas, es difícil pensar que el miedo pueda apoderarse de los agresores. Todas esas ratas deberían vivir con pavor constante, y los barrios deberían estar empapelados con sus rostros. Pero no, en España el miedo lo tienen siempre las víctimas, que son las que siempre tienen que marcharse. Y no es por nuestra maravillosa policía —no quiero ni pensar cómo estarán los agentes que han tenido que seguir este asqueroso caso y ver de cerca el horror del infierno en la tierra—, sino por nuestra clase política y sus cómplices con micrófono.
Es tal la impunidad con que actuaban estos dos cerdos, que no sólo cometían el más vomitivo de los crímenes, sino que se permitían el lujo de distribuirlos por las redes, y más aún, ofrecer a otras personas participar en ellos. Estremece pensar en la cantidad de monstruos que fueron testigos de esta nauseabunda actividad y callaron, tanto como desalienta leer que el criminal lo intentaba incluso con los hijos de sus amigos, sin que ninguno de ellos acudiera a la policía, como mínimo, que las opciones alternativas son tan variadas como eficaces.
Hace años, en uno de esos festivales basura, fue noticia internacional un film que exponía al espectador a las insoportables imágenes de la violación de un recién nacido. Ya sé que el idiota del director pretendía hacerse famosos escandalizando, pero sólo un gran hijo de puta es capaz de llegar a eso por un poco de caso. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en los días siguientes se abrió un debate en el mundo de la cultura, y no era sobre en qué fosa séptica arrojar al director y a los actores, sino sobre los límites de la libertad de expresión en el ámbito creativo. Váyanse a la mierda. Esa basura intelectual colectiva, sin moral, capaz de abrir un debate cuando lo que habría es que cerrarlo al instante, también es responsable de que el día de mañana la realidad horrorosa supere a la más despreciable de las ficciones. Y esto, que nadie se equivoque, es acumulativo; es decir, por supuesto, no resta un ápice de culpa a la pareja de malnacidos.
Como acumulativa también es la responsabilidad del Gobierno, cuya asombrosa forma de proteger a mujeres y niños es excarcelar violadores, premiándolos; que nadie ha dimitido aún, que nadie ha cambiado la ley, que los medios de comunicación vendidos ni siquiera están pidiendo cada día la cabeza de los responsables, que las ensobradísimas asociaciones feministas callan, enseñando al mundo su indignidad, confirmando que su única lucha es la hucha.
Cuando esos monstruos actúan y saltan a la prensa, tampoco nos dejan hablar de su nacionalidad. ¡Dios santo, la de piruetas que está haciendo la prensa cobarde y autocensora para ocultar la identidad de los criminales si son extranjeros!”. Cómplices ellos, cómplices los políticos, cómplices los actores de esta inmensa farsa. Por no estropear la ensoñación política de ciertos partidos, vivimos mucho más inseguros.
Y si ni siquiera podemos hablar del Gobierno, ni de la nacionalidad, ni de las penas, puedes suponer que no hay ninguna posibilidad de preguntarse por el turbio negocio de la pornografía, el más intocable de la historia de España. Excepto cuando se producen denuncias policiales, nadie, salvo un par de valientes activistas norteamericanas que reciben amenazas a diario, parece dispuesto a indagar en los casos de participación de menores, de explotación, o en cómo afecta al cerebro de niños, adolescentes y mayores –y más aún, al cerebro de quienes ya tienen problemas mentales previos- la exposición constante a cierto porno aberrante de brutalidad sin límites, que necesita superarse en barbarie cada vez para mantener esclavizado al espectador. Tampoco nadie tiene huevos a abrir este melón.
Y hoy que los delitos contra la infancia son un goteo constante; hoy que agresores repugnantes atentan contra su pareja delante de los niños, o que agresoras repugnantes hieren a sus propios hijos para hacer sufrir a sus ex; hoy que aumentan incluso las vejaciones sexuales entre los propios menores; hoy que en las televisiones se descojonan de ti si les mentas lo que sea sobre el horario infantil; hoy que bebés, niños y menores carecen de dignidad alguna para una parte grande de la sociedad y las instituciones; hoy que sólo se publicitan aquellos casos que ofrecen beneficios partidistas, tampoco está permitido preguntarse si la normalización de la práctica legalizada de asesinar bebés —de momento, siempre que estén aún dentro de sus madres— está contribuyendo algo al desprecio a la dignidad y la vida de los niños, infinitamente más desprotegidos, por la ley y por la sociedad, que los animales.
Todo esto no se puede decir, son debates que no se pueden ni mentar, ni en los medios ni en el Congreso. Y, no sé ustedes, pero ante toda esta guerra global contra los niños, ante la repugnante banalización del mal, como en lo ocurrido en Madrid, mientras los políticos esperan a que baje la marea de este último horror, a mí me van a encontrar siempre donde a Cooper en Rabia: «No me pienso callar ni bajo el agua».