sábado, noviembre 23, 2024
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De teñiditos y posticitos

MARÍA DURÁN,

Iba a escribir esta semana, cómo no, de las protestas pacíficas en Ferraz que el PSOE pretende sofocar gaseando a españoles de bien. Pero un hecho imprevisto, inesperado, impactante, ha cambiado mi vida en las últimas horas. Hablo, por supuesto, de lo sucedido con Jesús Alonso, fiscal jefe de la Audiencia Nacional. No es su cambio de opinión sobre Tsunami Democràtic, a la que en julio veía culpable de actos de terrorismo y ahora no. Me refiero a su cambio de look. A su melena —llamarlo pelo a secas se quedaría pobre—.

Alonso ha sido galardonado esta semana por el propio Fernando Grande-Marlasca, que debe estar agradecidísimo de su cambio de parecer. Si no han visto las fotos del acto, háganlo. En ellas se puede admirar al fiscal luciendo un tupé que sería la envidia del mismísimo Elvis Presley, y una sintonía con el propio Marlasca que sería la envidia de… nadie. Normal, al menos.

Reconozco que las imágenes de Alonso, posando entre otros juristas a los que imagino conteniendo la risa, con su metro veinte de estatura, tirando por lo alto, y una banda al mérito de la Guardia Civil que en él luce como las que se les ponen a las novias en las despedidas de solteras, me hacen tan feliz como a él su —seguro que muy merecido— reconocimiento. Y a la vez me obsesionan: he hecho pantallazos con el móvil para poder mirarlas continuamente sin tener que entrar en Twitter a cada momento.

Jesús Alonso me hace fantasear con reuniones en su despacho: no consigo decidir si me divierte más la posibilidad de ser citado por el fiscal por primera vez, y descubrirlo repentinamente como el propietario de uno de los peores peinados de la historia de España reciente, sólo superado por Iñaki Anasagati y Pepe Oneto, o ser, como Marlasca, un viejo conocido que primero lo conoció calvo y de repente se reencuentra con él convertido en propietario de una ensaimada capilar en la que perfectamente podrían anidar varias parejas de cigüeñas.

Porque a Jesús Alonso no se le puede tirar del pelo, lo único que se le puede hacer es mesarle los cabellos. No sabe una al contemplarlo si ha dejado a cuarenta o cincuenta turcos como bolas de billar para un injerto o si lleva un peluquín que de estirarse debe tener más metros cuadrados que el Bernabéu. Me inclino por lo segundo por dos factores: las diferentes alturas capilares, a lo MENA preparado para escaparse del centro de internamiento, y el tono distinto entre los laterales y el matojo principal, mucho más negro, lo que me lleva a pensar que ya ha sacado del armario de postizos el de invierno —es real que hay peluquines de verano e invierno y los de época estival tienen algunos reflejo más claros, como de puesto al sol—.

Así que aprovecho su existencia —la del señor, no la de su pelucón— para dar un consejo a todos los hombres. Bueno, a casi todos, porque él ya no tiene remedio: digan no a los teñiditos y posticitos. No están bien logrados. Hasta que no mejoren los tintes masculinos sólo pueden acabar pareciendo Donald Trump. Y con los postizos, un fiscal jefe de la Audiencia Nacional.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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