CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
La literatura universal está plagada de textos que nos avisan de nuestra condición mortal. Presentan el curso de los días como un camino sembrado de penalidades al cabo del cual nos aguarda la muerte. Y con la muerte, el olvido. Y con el olvido, la futilidad de nuestros afanes por alcanzar una notoriedad que, en el mejor de los casos, no ha de resultar a la postre más que un espejismo efímero. Si la destrucción de las humanidades no hubiera alcanzado el estado de devastación al que finalmente han conseguido reducirla los sucesivos gobiernos de progreso, hoy la mayor parte de nuestros jóvenes conocerían el nombre de los tópicos que, en el transcurso de los siglos, han venido dando forma a esa lúcida concepción de lo humano: tempus fugit, omnia mors aequat, ubi sunt, quotidie morimur…
Por supuesto, la literatura contiene también el reverso luminoso de esa vertiente luctuosa de la vida. A menudo, narraciones y poemas presentan el mundo como un lugar para la celebración. Allí comparecen los esplendores de la belleza, el prodigio de la amistad, las múltiples modalidades en que se manifiesta el fervor hacia lo que nos rodea. Allí los hombres se hermanan, crean familias, fundan comunidades, instituyen liturgias, se muestran capaces de elevar hasta alturas heroicas virtudes tales como la generosidad, la lealtad y la compasión. En definitiva, la completa trama de nuestros logros y miserias, de las pasiones y anhelos que empedran el tortuoso camino de la vida es la materia de que se ha servido la literatura para ofrecernos la imagen exacta de nuestra propia condición.
A fecha de hoy, el desconocimiento de lo que somos es una de las causas fundamentales de nuestra decadencia. El saber profundo que atesoraban las generaciones precedentes ha dado paso a un vacío que estremece cuando se comprueba su alcance. Y no es sólo debido a que las generaciones anteriores leyeran más y mejor —algo que, en general, hacían—, sino también porque no se concebía que pudiera llevarse una vida decorosa y en armonía con uno mismo y con el prójimo que no estuviera sujeta al principio de realidad.
El desvanecimiento de ese principio ha transformado el semblante de nuestra sociedad hasta volverlo irreconocible. Pero ¿en qué consiste dicho principio exactamente? Por expresarlo de modo sucinto, en la aceptación de una serie de límites que la disposición natural de las cosas impone a nuestro deseo y a nuestra voluntad; en el reconocimiento de que estamos capacitados para mejorar, pero no para hacerlo indefinidamente; en la inteligencia para jerarquizar los problemas que atañen a la esfera de los asuntos comunes, de manera que los esfuerzos colectivos vayan orientados a solucionar, o cuando menos paliar, aquéllos que por su gravedad ocupan los primeros lugares de la lista; y también, por descontado, en saber escoger a quienes ostentan las cualidades necesarias para facilitar el cumplimiento de todos los puntos anteriores.
En la medida en que la terrible labor de ingeniería social de los últimos tiempos ha acabado pulverizando este conjunto de saberes básicos, lo que nos encontramos ahora es con una sociedad en constante proceso de caricaturización. El fenómeno del esperpento, ése que Valle-Inclán describió genialmente hace algo más de un siglo (en esto no ha pasado el tiempo, y si los que ocupan las portadas de nuestra lamentable actualidad hubieran leído a Valle, lo sabrían) lo vemos reproducido a diario con cada suceso estrepitoso que parece remover los cimientos de la convivencia. Gestos chabacanos o torpezas producto de un afán de exhibicionismo improcedente y mal calculado se transforman, por arte de la maquinaria político-mediática que no cesa de reinventar la realidad, en hitos subversivos de la emancipación femenina o en afrentas planetarias a la dignidad de la mujer. Hay detrás —lo sabemos— una estrategia de entontecimiento masivo, una insistencia en la senda del embrutecimiento denunciada en estas mismas páginas por José Javier Esparza como el fruto de la hipocresía, la podredumbre moral y el propósito de destrucción de los vínculos comunes que en España, en el transcurso de las décadas recientes, ha resultado ser la lucrativa argamasa que ha fundido en un solo bloque al poder político con el económico y el cultural.
Pero también se trata de algo más. Se trata de arrastrarnos a todos a un escenario de histerismo donde permanentemente se roza la demencia. Se trata de hacer del mundo un lugar inhabitable para la inteligencia y el sentido común, de dejarnos sin aire, de que la caterva de pícaros y alucinados que deciden en qué temas deben agotarse nuestras energías se apoderen del espacio público, convertido ya en un frenopático irrespirable, y nos obliguen a quienes no compartimos su visión delirante de las cosas a extraer a bocanadas el poco oxígeno que todavía se nos permite absorber para sobrevivir.
Como no hay visión de futuro, ni interés por el bien común, ni proyecto a largo plazo que no tenga un cariz destructivo, se vive en esta riña de tintes esperpénticos por acaparar espacios de poder y amedrentar al discrepante. Por eso se hace más necesario que nunca el esfuerzo por permanecer fieles al sentido de la realidad. Tengámoslo en todo momento presente: somos mortales, somos limitados, sufrimos, gozamos, buscamos una vida buena para nuestros hijos. Cualquier intento de revertir el absurdo tendrá que edificarse sobre la humilde sabiduría que desprenden estas verdades eternas.