domingo, noviembre 24, 2024
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ESPERANZA RUIZ,

No hay partido político en Europa que haya conocido mejor eso de la demonización que el Frente Nacional. El cambio de nombre —la marca se rebautizó como Agrupación Nacional después de su derrota electoral en 2017—, ha sido uno de los gestos que Marine Le Pen quiso hacer para intentar romper con un pasado que muchos consideraban sulfuroso. Y no fue el único. Se apartó a Le Pen padre por una cuestión de detalle y se dejó escapar a Florian Philippot por un quítame allá ese Frexit. Pero ningún sacrificio, grande o pequeño, ha logrado todavía apaciguar al Manitú de los valores republicanos que, ora convertido en sagaz periodista, ora transformado en adversario político, sigue recordando la excentricidad de Agrupación Nacional (RN) y denunciando sus intentos por equipararse al resto de partidos que concurren a las elecciones en el país vecino.

La excentricidad del RN u otros grupos asimilables siempre lleva aparejada una serie de pecados —de ahí la demonización— imposibles de expiar. Tales faltas, que pueden consistir, por ejemplo, en el rechazo de políticas migratorias que generan alarma social; en no someterse a los colectivos que han transformado la sexualidad en una fuente inagotable de conflicto o negocio; en preferir el interés nacional antes que su dilución en instituciones cipayas o, subsidiariamente, en oponerse a una concepción unipolar del mundo, son consideradas una afrenta a la democracia liberal.

Ésta, en su versión 2.0, nacida de ese orden al que el apóstol patrio de la Agenda 2030, José Manuel García-Margallo, hizo referencia en fechas recientes, ya no sería una forma de organización político-económica más o menos deseable, sino un mesianismo. Una especie de religión laica con sus correspondientes líderes, santos, evangelios y objetivos estratégicos. Una creencia generadora de lo que ha dado en llamarse «derechohumanismo», metástasis del derecho subjetivo basada en la emoción y el sentimiento. Pretender, como algunos sostienen, que lo anterior es una disfunción del sistema provocada exclusivamente por una malvada izquierda identitaria es algo que podría discutirse largo y tendido.

Sea como fuere, poco importa el respeto que un partido tenga por las instituciones del Estado. Si decide, legítimamente, no comulgar con un marco ideológico que ha ido imponiéndose a lo largo de los años y redefiniendo lo que es aceptable en democracia, siempre pesará sobre él la losa del extremismo. Esto es pan bendito para una izquierda verdaderamente antisistema, pero para la que no aplica, o no de la misma forma, el calificativo de extremista, porque se adapta mejor al marco en constante progreso que ayuda a construir. Por eso, lo que se considera un éxito democrático es frenar a Vox. Y de Bildu, o Junts, ya hablaremos otro día.

Una vez señalado el excéntrico, bastará con activar las terminales mediáticas y el comisariado de las artes escénicas para iniciar el proceso de demonización. Estos agitarán sin piedad el espantajo de la regresión, de su own private autoritarismo creado con retales de cultura popular y realidades históricas descontextualizadas. Así, Kiko Veneno, atrapado en el blues de Hendaya, podrá evocar en redes sociales que hay una España que mira a Franco y a Hitler. Con un par.

Aunque lo de Hitler siempre funciona mejor fuera de España. Sin ir más lejos, Macron tuvo el cuajo de visitar el pueblo mártir de Oradour-sur-Glane en período electoral. Con ello pretendió crear un vínculo entre la División de la SS que cometió una masacre en el villorrio y el Frente Nacional. Nosotros, a falta de Oradour, tenemos la «violencia machista», la oposición a los símbolos LGTBI y el carajal catalán.

Lo anterior, según Juan Manuel Moreno Bonilla, serían «errores de bulto» de Vox, que han violentado a una parte de la población. Sin sorpresa, la receta que proponen nuestros columnistas intercambiables para evitarlos no pasaría por —¡qué sé yo!— explicar mejor ciertas cosas para no ser víctima de puñalada de pícaro, sino por aumentar la dosis de centrismo y moderación: «Hagan un guiñito al colectivo LGTBI y pónganse detrás de una pancarta». Esto, y envainársela con Cataluña porque da muy mala imagen que ardan las calles, sería la solución que plantean quienes han entendido el estado de acarajotamiento del votante medio español.

La autocrítica no se debe confundir nunca con ceder a la demonización o tratar de amoldarse para no ser señalado. De ninguna forma, el acoso debería generar gestos que desnaturalizaran el mensaje. Entregarse a los deseos espurios de una máquina insaciable implica acabar siendo devorado por ella. Lo hemos visto en el caso de RN. Tenemos el ejemplo del PP.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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