Carlos Marín-Blázquez,
Lo esencial nunca aparece en las estadísticas. Esta afirmación, sin duda hiperbólica, es no obstante necesaria para sobreponerse al clima social donde se ha institucionalizado la mentira. La realidad no es un mero reflejo de su cómputo estadístico. Pensar lo contrario implica dos cosas: ceder el dominio sobre las conciencias a quienes se dedican a manipular las cifras y dejar al margen de nuestra esfera de interés todo aquello que no admite su reducción a un registro numérico.
Hace unos días Gregorio Luri dedicaba un artículo a reflexionar sobre la crisis de la noción de autoridad. Entre otras consideraciones, señalaba: «Las épocas en las que lo viejo se resiste a morir y lo nuevo se resiste a nacer son las propicias para las crisis de autoridad». Con anterioridad, Gramsci ya había observado: «Y en este interregno surge una gran variedad de síntomas mórbidos».
Son precisamente esos síntomas mórbidos los que ninguna estadística recoge. Sin autoridad, la convivencia se resiente. Pero ¿en qué diagrama de cifras veremos inscrita esta evidencia? El constante deslizamiento por la pendiente de la degradación carece de una ciencia que se ocupe de cuantificarlo. Sin embargo, satura el aire que compartimos. En su artículo, Luri se refería a la familia y a la escuela, los dos entornos en donde la autoridad opera como fundamento de las relaciones. Ambas instituciones —ocioso es señalarlo— conocen hoy una crisis sin precedentes. La familia sobrevive sometida a un meticuloso proceso de desmantelamiento del que sería injusto culpar únicamente al Estado, pasando por alto los efectos desestructuradores que ejerce sobre todos y cada uno de nosotros el conglomerado tecno-económico que envuelve el mundo de hoy.
En cuanto a la escuela, su viaje hacia el abismo ha seguido la pauta de las sucesivas leyes que la han venido socavando. En el núcleo de su transformación siempre ha habido un componente ideológico. El cambio a peor se ha enmascarado mediante el uso de una neolengua delirante, sembrada de disparates utópicos que se sigue intentando hacer pasar por ciencia.
El resultado último no ha sido sólo la calamitosa rebaja de los niveles de exigencia. Se ha difuminado asimismo el concepto de autoridad. En esto ha operado una voluntad política expresa. Cualquiera que tenga alguna relación con el mundo académico (en particular, con colegios e institutos de enseñanza secundaria) conoce las dificultades para mantener un clima de disciplina en los centros. Las normas administrativas están diseñadas con el propósito de entorpecer la toma de medidas eficaces con los alumnos más conflictivos. Se trata de un logro que nuestra sociedad debe situar en el haber de esas mentes preclaras, intoxicadas de supuesto progresismo, que aparte de legislar sin cumplir el trámite previo de haber puesto un pie en las aulas, velan para que sus hijos se formen en ambientes menos turbulentos.
El descrédito de la autoridad es característico de las sociedades decadentes. En ellas, las tradicionales figuras de referencia, investidas de peso moral, son relegadas en favor de los pasajeros ídolos del momento. Cuando el poder es ocupado por elementos cortados por ese mismo patrón psicocultural, la labor de demolición se potencia. Se trata de algo por completo coherente con la lógica que rige la mentalidad de la nueva clase dirigente, y que no es otra que la de preservar su estatus de privilegio el mayor tiempo posible. Al debilitar la idea de autoridad, lo que el poder obtiene es un individuo carente de autoexigencia, reacio a la disciplina pero, a la vez, mentalmente moldeado para plegarse a la coacción. Un individuo al que se le hace creer que su libertad consiste en aceptar las migajas que en forma de derechos más o menos extravagantes le dispensen sus amos. Un individuo rebelde en las formas y profundamente servil en su interior. Un individuo que no se mueve por ideas ni principios, sino por consignas y eslóganes. Un individuo dominado por las emociones, complaciente consigo mismo y cuya voluntad se somete mediante procedimientos de rancia filiación totalitaria. Como muy perspicazmente escribe Mira Milosevich al final de su Breve historia de la Revolución rusa: «El sistema comunista soviético era un sistema de recompensas. Los soviéticos no intentaban proteger sus derechos porque no tenían ninguno, sino conseguir recompensas significativas por ello, lo que fomentó la corrupción generalizada».
En una sociedad regida por el principio de autoridad y provista de modelos éticos dignos de emulación, ese nivel de corrupción hubiera sido impensable. En cambio, para especular con la compra masiva de voluntades —bonos culturales, ofertas de Interraíl o cualquier otra ocurrencia con cargo a la asfixiante deuda que nos aplasta— se necesita una sociedad en avanzado estado de descomposición. Una sociedad sin noción de su propia estima y donde la autoridad haya sido reducida a escombros.