sábado, noviembre 16, 2024
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¿Dónde está nuestra vida de antes?

ITXU DÍAZ,

Nací en 1981. No me acuerdo muy bien, pero creo que era lunes, porque el ginecólogo tenía ojeras. Jugábamos al fútbol en la calle, aborrecíamos bastante ir al colegio, y nos hacía ilusión estrenar botella de Coca-Cola en las comidas de los domingos. En mi casa no había teléfonos móviles, imprimíamos las cosas para conservarlas, y guardábamos las fotografías en álbumes en las estanterías del salón de casa. Dios mío, creo que estoy en plena crisis de los 40.

El plan preferido era salir al campo de excursión, veíamos todas las competiciones deportivas que emitía la televisión, y escuchábamos la radio a primera hora de la mañana para saber cuál era la última hora en el mundo. Había guerras, pero apenas veíamos muertos en directo por televisión, la caridad no era un movimiento progresista contra la desigualdad y por un mundo sostenible y no estaba en manos de las grandes corporaciones woke sino de las pequeñas iglesias, y cuidábamos en casa a los mayores, ya enviudados, hasta que Dios los llamara a su presencia.

Ligábamos con cierta perspectiva de futuro, quiero decir que nuestra vida emocional llegaba a veces algo más allá del actual apareamiento. Para ligar había que conocerse, para conocerse había que hablarse, para hablarse había que encontrarse en un café, o en la universidad, o en la biblioteca, o en el pueblo donde veraneábamos. Los animales no eran uno más de la familia y nadie les exigía que se comportaran como humanos, los precios de las cosas no estaban en manos de los políticos sino del mercado, y las amistades de verdad se sellaban con un apretón de manos y no con un doble clic.

No sé ustedes, pero yo hay días que me levanto con una necesidad imperiosa de huir de esta selva digital, de este mundo plastificado en el que hemos cambiado los sentimientos por toneladas de unos y ceros maquillados. No, no soy el fundador de un nuevo ludismo, no creo que cualquier tiempo pasado sea mejor, y no pretendo hacer una enmienda a la totalidad el siglo XXI. Pero estoy en crisis. Tengo canas hasta en las uñas, transito el año 2024 como un ser ajeno a su tiempo, y si no se me ha empezado a arrugar la cara es sólo por esas cosas extrañas de la genética.

Hace un par de noches, pagando una suculenta cuenta en un restaurante, mi tarjeta bancaria falló, tampoco funcionó la opción de pagar con el móvil, y me di cuenta de que hace ya mucho tiempo que no llevo dinero en efectivo encima. Llamé al teléfono de emergencia de mi banco, donde escuché varias canciones muy relajantes, y conversé durante cerca de diez minutos con robot cuyas preguntas entraban en un maldito bucle infinito, fueran cuales fueran mis respuestas, incluida la de mencionar algo sobre el poco edificante pasado de la madre del programador. Recorrí bajo la lluvia y de madrugada seis cajeros automáticos hasta que, por fin, uno de ellos soltó el dinero que mi tarjeta bancaria se negaba a soltar, y regresé al bar para pagar la deuda en efectivo, mojándome de nuevo, y maldiciendo la totalidad de la era digital.

No es un hecho aislado. Hace un par de semanas perdí un tren porque mi teléfono se quedó sin conexión de red en el preciso instante en que debía pasar mi billete digital por el lector, y en plena Navidad, estuve varios días sin poder acceder al correo por haber olvidado la contraseña que previamente el propio servidor me había obligado a cambiar. Entremedias, viajando por España adelante, a punto estuve de tener que comerme una inmensa bolsa de basura, porque el contenedor al que debía arrojarla estaba cerrado y sólo se abría en caso de pasarle por el lomo una tarjeta digital de residencia que yo, alojado en un apartamento turístico, obviamente no tenía en mi poder. De vuelta a casa, nueve horas de conducción bajo la lluvia y de noche, a punto estuve de salirme de la carretera, porque actualicé mi avisador de radares fijos y en mitad de viaje, me sorprendió su aviso a gran volumen «atención: ¡drones sobrevolando la zona!», al que respondí con un volantazo, un escalofrío, y varios kilómetros de viaje sin mirar a la carretera, escudriñando la noche estrellada para descubrir qué demonios eran esos malditos OVNIS que el Gobierno ha puesto en circulación para multarnos.

Comprenderás que, ante el aluvión de digitalización, de lo más práctico a lo más sentimental, empiece a encontrarme incómodo. Y, a veces, cuando nadie me mira, cierro los ojos, y añoro el mundo de ayer, cuando aún teníamos vida, cuando mirábamos a los ojos de la gente, cuando vivíamos y hablábamos sin dejar huella, y cuando nos atrevíamos a decir «te quiero» de verdad.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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