lunes, diciembre 23, 2024
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El aumento de la criminalidad lleva a las ‘ciudades santuario’ de EEUU a lamentar la llegada de ilegales

Es cosa sabida que el inmigracionismo desatado es una de esas ‘ideas de lujo’ que hacen sentirse justos y benéficos a quienes no van a sufrir sus consecuencias, que es exactamente el núcleo del ‘wokismo’. Pero, tarde o temprano, las desastrosas consecuencias de estas políticas acaban llegando a todas partes, incluyendo los municipios que, cuando el entonces presidente Donald Trump inició su campaña para poner coto a la entrada ilegal de extranjeros en el país, se declararon ‘ciudades santuario’ para los indocumentados.
Básicamente, una ciudad (a veces, incluso estados) santuario es una jurisdicción que declara su intención abierta de no cumplir la ley de detener y devolver a quienes han entrado ilegalmente en el país, protegiéndoles y dándoles por el contrario acceso a prestaciones sociales y otros privilegios de la ciudadanía estadounidense. La pretensión es que todos los extranjeros que atraviesan por su cuenta y riesgo el Río Grande huyen de la miseria y la persecución política y solo quieren encontrar una vida mejor en Estados Unidos.
Estos refugios legales sabotearon los esfuerzos de la Administración Trump para impedir que la frontera norteamericana fuera un coladero. Así, entre enero de 2014 y septiembre de 2015, según datos del Centro de Estudios de Inmigración de Estados Unidos, las jurisdicciones santuario rechazaron 17.000 solicitudes de detención de Departamento de Inmigración, es decir, 17.000 personas que deberían haber sido deportadas y que se quedaron como bombas de relojería en las calles estadounidenses.
Pero con la vigilancia de la frontera aplicada por Trump, el riesgo era menor. Las ciudades santuarios podían seguir presumiendo de virtud y las consecuencias negativas, aunque visibles, eran electoralmente soportables.
Eso era antes. Ahora, con Biden en la Casa Blanca y su secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, al frente del control fronterizo, todo ha cambiado. La consigna es que entren todos los que quieran, abriendo la frontera suroeste a ciudadanos de 150 países y llevándolos clandestinamente a ciudades alejadas. Y entonces ya se hace desagradable para los samaritanos de salón, cuyo espíritu de acogida se ha enfriado considerablemente.
Sobre todo porque los estados conservadores de la frontera, hartos de apechugar en solitario con el problema que les planteaba Washington, empezaron a recurrir a una medida muy inteligente: fletar autobuses y trasladar a los ilegales capturados a los estados y ciudades que abogan por ellos, especialmente a la capital federal, Washington. ¿Queréis inmigrantes ilegales? Pues aquí los tenéis.
Y han empezado los llantos, naturalmente. Eric Adams, alcalde de Nueva York y uno de los inmigracionistas más entusiastas, ha calificado de “cruel” la iniciativa del gobernador texano, Gregg Abbott, de llevar inmigrantes desde Texas al centro de Manhattan. Unos 4.000 ilegales han llegado ya a la Gran Manzana desde mayo, un «aumento sin precedentes» según Adams, quien ha pedido en vano al gobierno federal que intervenga.
Lo mismo ha pasado en Washington D.C., cuya alcaldesa, Muriel Bowser, ha dado la voz de alarma ante la inundación “crítica” de indocumentados y recurriendo también, y también en vano, a la administración federal. Desde abril, el gobernador Abbott ha enviado a más de 6.800 inmigrantes ilegales a Washington. Bowser ha rogado a la Guardia Nacional que intervenga «para ayudar a prevenir una crisis humanitaria prolongada en la capital de nuestra nación como resultado de la llegada diaria de migrantes que necesitan asistencia». Oh, vaya.
Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

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