Marcelo Duclos,
A pesar de ser actor, músico y escritor, para la cultura popular argentina Andy Chango es una figura, sobre todas las cosas, vinculada al mundo de las drogas. En el transcurso de la década del noventa (cuando el personaje en cuestión tenía alrededor de treinta años) desfilaba por los programas de televisión hablando de su consumo y de diversas actividades como los concursos internacionales de marihuana.
Durante un largo período de tiempo, Chango mantuvo diversos enfrentamientos con varios periodistas conservadores, que cuestionaban su estilo de vida. Esto llevó a Eduardo Feinmann a batirse en un partido de tenis con el músico, que fue transmitido por las cámaras de televisión. Contra lo que muchos pensaron que sucedería en el match, Andy Chango se impuso cómodamente.
Sus críticos también aseguraron que no tendría mucha supervivencia por su estilo de vida e incluso dijeron que había que internarlo, aunque sea contra su voluntad. Pero, con 54 años, al artista se le ve muy bien. Incluso pudo lucirse como actor interpretando a su amigo Charly García en la serie sobre Fito Páez, trabajo que hizo con mucha solvencia.
Luego de varias décadas, Chango lograba por mérito propio que su figura esté relacionada a otras cuestiones del mundo del arte, más allá de la cuestión que lo hizo famoso en la televisión argentina.
A pesar del buen momento, las malas ideas han llevado al artista a decir una serie de estupideces descomunales, mucho peor que cuando salía en los programas absolutamente drogado, donde incluso mantenía posiciones coherentes y divertidas que le festejaba un sector de la audiencia.
Junto a los jóvenes progres actuales de Blender, que mantienen vivas todas las absurdas falacias económicas de la izquierda de los setenta, Chango hizo una proclama insólita. Aseguró que el petróleo y el fruto de los mares pertenece a todos y que nadie puede tomarlo para vendérselo a otras personas.
Con la ingenuidad absoluta histórica del progresismo tonto de la adolescencia tardía, todos procedieron a aplaudirlo y celebrarlo como si estuviera descubriendo la pólvora. Sin embargo, nada de eso es, siquiera, medianamente original. Hace décadas que el anticapitalismo inculto canta estupideces como que culpa tiene el tomate “si viene un hijo de puta y lo mete en una lata” o la invitación a “desalambrar” porque la tierra “es tuya, es mía y de él”.
“Es todo de todos lo que hay en el mundo”, dijo con el tono de un profeta moderno, que busca marcarle el camino correcto a una sociedad supuestamente enajenada.
Lo que parece dejar de lado Chango es lo que produce el sistema de precios que dirige los incentivos y el capital que permite hacer un uso eficiente de los recursos que él considera colectivos. Por ejemplo, el petróleo existente en el mundo precapitalista estaba bajo la tierra pero no existía ni la maquinaria para extraerlo ni los aparatos para utilizarlo. Sería interesante que el actor dijera como funcionaría esa colectivización utópica a la hora de tomarse los aviones que lo llevan y lo traen de Madrid, donde disfruta de una vida inimaginable previa al capitalismo.
Seguramente, en sus viajes a España, puede sentarse en un bar o un restaurant a pedir esos pescados “apropiados”, por los que solo paga un ínfimo porcentual de sus ingresos. Si tuviera que ir personalmente al mar a pescarlos, quizá carezca de tiempo para ejercer su oficio o de visitar los canales de streaming donde dice todas estas estupideces.
Si una crítica merece el sistema capitalista, esta tendría que estar vinculada a los delirantes que surgen en todo el mundo al tener todas las necesidades básicas satisfechas y mucho tiempo libre, gracias a la capitalización individual y colectiva. Si muchos tuvieran que vivir de la caza y de la pesca para la supervivencia básica, tendrían un poquito más de sentido común. Lamentablemente, el capitalismo nos sacó de la pobreza extrema, nos garantizó las necesidades más básicas, nos dio bienestar, pero también tiempo para estupidizarnos y hacernos cuestionar lo que nos ayudó a vivir como nunca antes en la historia de la humanidad.