EFE,
Lima, 7 feb (EFE).- Hace dos meses exactos, el entonces presidente peruano Pedro Castillo, con manos temblorosas y voz nerviosa, intentó un autogolpe de Estado que fracasó, pero que sirvió para destapar una caja de Pandora de la que salieron violencia, protestas y fantasmas del pasado, que han sumido al país en una crisis a todos los niveles sin luces de salida a la vista.
Casi 70 muertos, centenares de heridos y marchas multitudinarias en diversos puntos del país no parecen haber sido suficientes para que el Ejecutivo y el Legislativo se pongan de acuerdo para aprobar un adelanto electoral, anunciar renuncias, mostrar autocrítica o un esfuerzo de diálogo con los manifestantes para calmar la situación.
Más bien, ambos poderes se han aferrado con fuerza a sus cargos con el riesgo de que la fractura y la frustración con parte de la población se haga aún más profunda.
La toma de aeropuertos, el desalojo con una tanqueta de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima, el cuerpo quemado de un policía en Juliaca, la región de Puno prácticamente militarizada o menores de edad fallecidos, son las dramáticas escenas de conflicto borrosas por las miles de bombas de gas lacrimógeno que han enturbiado las protestas.
Por si fuera poco, la acusación de terroristas usada por parte la población, e incluso por el Gobierno, contra otra parte de la sociedad ha abierto heridas de un sangriento pasado reciente.
«No somos terroristas», lloran los familiares de las víctimas fallecidas en estas semanas y claman los manifestantes en las calles.
Dos meses de desconexión política
Cuando el 7 de diciembre, la hasta entonces vicepresidente, Dina Boluarte, asumió el cargo de jefa de Estado dijo que permanecería como mandataria hasta 2026, algo que contribuyó a encender las calles de diversos puntos del país, sobre todo en el sur.
Votantes de Castillo vieron como Boluarte, de perfil político bajo y notablemente escorado a la izquierda, comenzaba a reprimir las primeras protestas con fuerza y, enseguida, le comenzaron a llamar «traidora» y «usurpadora».
Con el tiempo, estos insultos se tornaron en uno más duro: «Asesina».
Cuando los muertos en las manifestaciones ya superaban la decena, la presidenta cambió su discurso y anunció que eran un Gobierno de transición. La situación ha seguido escalando tanto que el Ejecutivo presentó ante el Congreso un proyecto de ley de adelanto electoral.
Pero si el Gobierno parecía que no iba a caer, el Legislativo tampoco estaba dispuesto. En la última semana rechazaron hasta cuatro proyectos legislativos que incluían el adelanto de comicios generales, propuestos por diferentes partidos, pero todas acabaron con el mismo resultado: No se van.
Así, uno de los principales reclamos de las protestas, que es la oportunidad en el corto plazo de votar por nuevos líderes que quizás puedan desatascar esta situación, queda prácticamente descartado, puesto que, para que se apruebe un proyecto de ley con esta reforma, esta se tendría que dar antes del día 10 de febrero, fecha en la que concluye la presente legislatura.
Esa posibilidad parece prácticamente imposible tras los continuos episodios que el Congreso ha protagonizado en las últimas semanas y que muestran desconexión con la sociedad y poca voluntad política de calmar los ánimos.
La represión policial
El mensaje que no ha cambiado por parte del Gobierno es el de engrandecer la «inmaculada» y «gloriosa» actuación de la Policía Nacional, que, contrariamente, ha protagonizado numerosas imágenes de incapacidad de gestión del orden público.
En total, 47 personas han muerto en enfrentamientos con las fuerzas del orden. Ayacucho, Andahuaylas, Arequipa o Juliaca, donde manifestantes quemaron a un policía, y las calles del centro de Lima han sido testigos de una enorme presencia policial y de una represión que organizaciones de derechos humanos han definido como «indiscriminada» y con un claro componente «racista».
A esa escena se ha sumado otra muy habitual. La de miles de policías marchando por las calles a ritmo de cánticos propios de un desfile, asemejando las ciudades peruanas a un cuartel.
Las críticas se han multiplicado con los ataques indiscriminados contra la prensa, más de 150, según la Asociación Nacional de Periodistas (ANP), la mayoría protagonizados por agentes policiales.
Hasta el momento, ni la presidenta Dina Boluarte ni el jefe de gabinete, Alberto Otárola, ni ninguno de los ministros responsables de las carteras de Interior o Defensa han criticado en público estos ataques que se han convertido también en la rutina de cada jornada ante las insistentes peticiones de los gremios que reclaman respeto para el derecho a informar.
Tampoco han faltado los ataques por parte de manifestantes contra trabajadores de los medios de comunicación que tratan de cumplir con honestidad su labor.
El oscuro panorama lo completa la muerte de catorce personas que han fallecido en sucesos relacionados con los paros. También Acnur ha reportado la muerte de siete haitianos que quedaron varados en la sureña región de Puno, en localidades cercanas a los 4.000 metros de altura, expuestas a adversidad climática y limitado acceso a servicios básicos.
Los paros y piquetes también han provocado desabastecimiento durante días de combustible y alimentos en ciudades como Cuzco, Juliaca o la región de Madre de Dios.
El panorama pinta complejo porque no hay una solución en el horizonte y la violencia, si bien ha disminuido, con la tensión que se acumula y respira en Perú, no hace falta que ocurra mucho para que vuelva a encenderse.