Luis Beltrán Guerra G.
En Chile, país particular en America Latina, una especie de clamor popular a la democracia condujo a una variable del denominado “progresismo”, que pareciera haber tomado “chispitas” del comunismo y del socialismo para enfrentar, tal vez, eufemísticamente, a lo que llaman “neoliberalismo”. Así pareciera que votaron los chilenos por Gabriel Boric y su gobierno.
“El arrebato”, como sabido, condujo al acuerdo entre las fuerzas políticas para elaborar una nueva constitución, mecanismo de larga data, en principio, para un “pacto colectivo”, una especie de “abanico” con reglas, las cuales, de aplicarse, generarían la quietud y el orden necesario para progresar en paz. El Estado, sus derechos y deberes, por un lado y del otro, los de sus ciudadanos. La meta, difícil de alcanzar, “una hipotética igualdad social”, ante la diferencia entre la riqueza y la pobreza, esta última en la cual mora un número significativo de personas que, a juicio del argentino Martín Caparros, no comen lo que necesitan. Pinera, electo como Primer Magistrado por segunda vez, “inclinación patológica” en América Latina, expresó, ante “la agresividad de la calle”, “Estamos dispuestos a conversarlo todo, incluyendo una reforma a la Constitución”. Iniciaba así “la fastuosa Carta Magna”, terminando en una especie de destino diabolizado en una dualidad de sustantivos “Rechazo” o “Apruebo”.
El capítulo chileno ha de insertarse, sin duda, en el decaimiento de columnas con las cuales se creó el mundo y que a lo largo de la historia se han debilitado, por lo que a la humanidad se percibe agotada. Dá la impresión de que se le hubiese exprimido como a una jugosa naranja. Y una verdad indubitable, otros derroteros se asoman en cada esquina, resultando difícil si calificarlos peores que los de antaño. Las fuentes, de hecho, se refieren a “la libertad de”, la común, mundana y no creativa y “la libertad para”, o sea, de “la creatividad”. La primera proviene del pasado, la segunda siempre con vistas al futuro”. Se argumenta que la primera degrada tu condición de ser humano, por lo que suele preguntarse qué hacen con su libertad aquellos a quienes un texto normativo tipifica que ya no son más esclavos, razón para especular en qué sentido una “perfecta armonía social”, no deja de ser un juego de ociosa fantasía. Isaías Berlin en “Dos conceptos de libertad”, tal vez, con razón, predijo, metafóricamente, que “es preferible un par de botas que las obras de Shakespeare” y que para Rousseau “la naturaleza de las cosas no nos enoja: lo que nos enoja es la mala voluntad”. En ese escenario ha deambulado la libertad. Y con ella el propio ser humano, sí, el que en los procesos políticos “consiente o disiente”.
La historia revela que “el pacto constitucional” está a merced de aquellos que tienen más capacidad, preparación, poder y una definitiva disposición de aplicársele. Además, que establece la manera de disciplinar el mundo natural, que a través de ese “pacto” se regula, a fin de que los pueblos vivan en armonía, orden y progreso, metas que cuándo no se alcanzan, las reglas estatuidas han de agiornarse. Los mecanismos, las denominadas “enmiendas”, cuyo propósito es adecuar la norma constitucional a la realidad, camino para que la “Ley de leyes” siga siendo útil a sus propósitos. Los países con suerte por haber alcanzado estadios aceptables de institucionalidad suelen acudir a ellas o a “la reforma”, la última más allá de la primera. La modificación, sin embargo, ha de ser seria y no usual, pues se dañaría la seriedad de la “Carta Magna”. Y contradice lógicamente su esencia como “pacto político y social estable”. Ha de tenerse presente, asimismo, que una constitución “viva” se construye, funciona y evoluciona por el trabajo de los ciudadanos y sus representantes. De lo contrario no hay una “constitución real”. Y que Montesquieu advirtió que para discutir los asuntos públicos el pueblo no está preparado, pero sus representantes sí.
La historia, no obstante, pareciera revelar que no se ha sido respetuoso con los principios esenciales en los procesos constituyentes. Y América Latina, más que la excepción, la regla. Las constituyentes han servido para justificar golpes de Estado, pues sus mentores suelen acudir al mecanismo como “una oferta esperanzadora al pueblo” a fin de aquietarle en lo que formalmente se califica como “el ejercicio de la soberanía”. El texto constitucional que así deriva queda a merced de la buena voluntad, autoridad y jerarquía de aquél que pasa a gobernar. Así le sucedió a Chile a razón del derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende, episodio para la Carta Magna que Pinera ofreció revisar, generándose una abultada que sometida a consulta popular los chilenos rechazaron. Venezuela es todavía victima de “la artimaña constitucional” que académicos soplaron a Hugo Chávez y que generó el texto que “el soldado alzado” exhibía como “la bicha”, manifestación de su poder omnímodo.
“El vicio constituyentita” no ha generado, sin duda, fruto positivo. Es, ha sido y seguirá siendo una metodología equivocada, pues atenta contra la estabilidad de los regímenes políticos, problemática gravosa en el Siglo XXI. El exvicecanciller de Alemania, Joschka Fischer, ha manifestado en lapidaria frase “El mundo se tambalea. Es el fin de la estabilidad”.
Una conclusión indiscutible “A Chile no le fue bien”. Le corresponde trabajar con objetividad para salir del entuerto. Y por fortuna tiene con qué.
@LuisBGuerra