Un denominador de los debates políticos es el griterío. Pareciera ser inevitable que los candidatos, sean del país que sean, acepten limitarse a las reglas y a los minutos, sin abrir discusiones que terminan siendo imposible de moderar. Puede que estos antecedentes, tan usuales en Argentina como en el resto del mundo, hayan tenido mucho que ver con el formato y reglamento que eligieron los organizadores del debate presidencial actual. Un modelo muy regulado, con micrófonos apagados cuando no se está interviniendo, donde el tiempo se reparte entre presentación, exposición y espacio para responder y preguntar.
Sin embargo, este formato ortodoxo también ha mostrado dificultades, a pesar de evitar las acaloradas discusiones, que probablemente tendrían que formar parte de un debate a fin de cuentas. Estas últimas dos emisiones para las elecciones argentinas brindó la posibilidad de un derecho a réplica y de unas preguntas “mano a mano” entre los candidatos. Uno pregunta y luego se le apaga el micrófono y otro responde y todo queda allí. La cuestión es que esta reglamentación ha permitido, por lo menos en dos oportunidades, que un aspirante pregunte algo a una contrincante que simplemente decidió evadir la cuestión de manera abierta e impune.
Claro que cada uno tiene derecho a decir lo que quiera, pero al menos sonaría razonable una pequeña discusión a micrófono abierto, donde el que consulta pueda quejarse y advertir que el rival no está contestando lo que se le preguntó. Esta ortodoxia del cronómetro y el micrófono cerrado obliga a los candidatos a gesticular hasta el absurdo, como para darle a entender a la audiencia que se está quejando de la situación.
En las dos oportunidades, la evasiva fue Patricia Bullrich y el que preguntaba era Javier Milei. En la primera edición, el candidato de La Libertad Avanza le preguntó a la postulante del PRO qué iba a hacer su equipo económico con las Leliqs del banco central. “Mire Milei, usted no me va decir lo que tengo que decir. Yo voy a decir lo que creo que el país necesita”, respondió la presidente del PRO esquivando por completo la cuestión. Ante la imposibilidad de repreguntar y advertir que no había respuesta alguna, Milei se limitó (sin otra alternativa) a la gesticulación para las cámaras y el archivo y las redes sociales terminaron haciendo justicia.
Lo curioso es que la escena se repitió en la segunda edición, casi calcada. Milei pregunta algo concreto y Bullrich patea la pelota afuera. Anoche, el libertario le preguntó a la exministra de Seguridad qué hacía su eventual ministro de Economía (Carlos Melconian) desayunando en la casa de Sergio Massa, candidato del kirchnerismo.
“Milei miente, miente y cree que alguien le va a creer”, dijo Bullrich. El tema es que el mismo Melconian reconoció esa reunión y el único reclamo que le pudo hacer a Massa fue el hecho de “botonear” la reunión. Es decir, de hacerla pública unilateralmente, sin “códigos” y a traición.
Puede que la candidata de Juntos por el Cambio no haya ido con las herramientas necesarias para responder la pregunta, pero lo cierto es que no hubiera venido mal que su contrincante tuviera el micrófono abierto para recordarle que el mismo Melconian reconoció el desayuno en el domicilio de Massa.
En definitiva, este diseño del debate puede que haya arrojado algunas cuestiones positivas, sobre todo en el manejo de tiempo y en materia de orden. Sin embargo, es evidente que necesita ser repensado a futuro, para evitar estas cuestiones.