La estrategia del chavismo fue clara: apostar por el desgaste y endurecer la represión, a lo que se han sumado los errores de la oposición. El resultado es sombrío, la liquidación definitiva de la institucionalidad en Venezuela.
Fue un rumor fuerte. Se decía que el joven líder de la oposición venezolana se encontraba escondido en la residencia de un diplomático europeo. Las autoridades mandaron a cortar los servicios de agua, electricidad y gas en la casa del embajador de Francia en Caracas, mientras algunos oficiales del Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN) cerraron varias calles e impidieron el acceso a esta vivienda. El gobierno francés tuvo que intervenir para que cesara el acoso. Sin embargo, eso no ha detenido al chavismo. “El señor Juan Guaidó no se salva de esta”, sentenció unos días después Cilia Flores, esposa de Nicolás Maduro y alta dirigente del partido oficial.
Todo forma parte del mismo proceso que comenzó el 23 de enero de 2019, cuando Juan Guaidó, como presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, denunció la ilegítima reelección presidencial de Maduro y se proclamó como presidente encargado del país. Guaidó convocó a Venezuela a recorrer una ruta que consistía en el “cese de la usurpación”, la instalación de un “gobierno de transición” y la realización de “elecciones libres”. Sin embargo, todavía no se ha logrado superar el primer paso.
Ahora la esperanza parece haberse evaporado. La situación socioeconómica está mucho peor y el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) acaba de declarar que la directiva opositora de la Asamblea Nacional es nula e ilegal. La usurpación continúa y amenaza con ponerle fin a Juan Guaidó.
La estrategia del chavismo fue clara desde el inicio: apostar por el desgaste opositor, ignorar indolentemente las urgencias populares y endurecer la censura y la represión ante cualquier manifestación disidente. Este programa, además, ha encontrado una buena correspondencia, un apoyo, en los errores del liderazgo de la oposición.
El tiempo fue y es un gran enemigo para Guaidó. En un contexto de control de la información y criminalización de la protesta, la posibilidad de una rebelión popular fue volviéndose cada vez más imposible. El proceso infructuoso de intentar conseguir una implosión interna de la fuerza militar terminó debilitando a Guaidó, desnudando la virtualidad de su gobierno y —aupado por los sectores más radicales— terminó cediéndole iniciativa al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien —como se sabe— parece más dispuesto a jugar batalla naval por Twitter que a comandar realmente una invasión a Venezuela.
El chavismo siempre ha tenido una ventaja: sabe esperar y puede hacerlo. Durante todo este tiempo ha estado diseñando una nueva oposición, un liderazgo opositor a su medida que le permita fingir mediocremente que cumple con la ceremonia de las formas constitucionales y, de esta manera, tomar control del parlamento, tener mayor capacidad de maniobra e intentar entonces recuperar alguna legitimidad a nivel internacional.
La directiva que acaba de reconocer el TSJ está conformada por un grupo políticos de medio pelo, exmilitantes de partidos de oposición sobre quienes hay denuncias de corrupción. Las apariencias que guardaban al inicio se han ido poco a poco deshaciendo y ya parecen sinuosos burócratas del chavismo. Ellos, sin embargo, podrán ahora organizar y coordinar una de las tareas pendientes del parlamento: la elección de los nuevos miembros directivos del Consejo Nacional Electoral.
Se trata de una decisión crucial, sobre todo de cara a este año, cuando, legalmente, deben realizarse nuevas elecciones parlamentarias en el país, una circunstancia que pone a los partidos opositores entre la Constitución y la pared. Si no participan, se perdería ya finalmente el último espacio democrático, de representación popular, que queda en el país. Si participan, estarían legitimando la estructura usurpadora del chavismo que ocupa todas las instituciones de Venezuela y que no garantiza el reconocimiento de una victoria electoral adversa.
Finalmente, el chavismo ha generado todo un enjambre legal y una maraña política que, desde afuera, resulta difícil de comprender. La confusión también puede ser una forma de control.
Este escenario plantea un enorme desafío a la comunidad internacional. Muchos países, tanto de la región como del resto del mundo, reconocen a Guaidó como la autoridad legítima de Venezuela. Este apoyo podría incluso mantenerse en estos tiempos de crisis, cuando, después la patética experiencia de la Operación Gedeón —una irrupción mercenaria que pretendía capturar a Maduro y que, supuestamente, contó en algún momento con el apoyo del presidente encargado—, el liderazgo de Guaidó está aún más debilitado.
Muy pronto, todos esos países también deberán enfrentar el ineludible tema de una nueva elección parlamentaria y, de la misma manera, estarán obligados a debatir si aceptan o no los resultados. No parece probable que puedan, entonces, sostener la misma relación orgánica que ahora tienen con la oposición. Todo quedaría suspendido en un raro limbo jurídico. Juan Guaidó solo sería —simbólicamente, por supuesto— un expresidente interino.
El ciclo de Guaidó, al menos como presidente de la Asamblea Nacional, siempre tuvo los días contados. En más de una ocasión actúo con valentía y, sin duda, ha pasado muchos meses trabajando duro y arriesgándose por la causa democrática del país. Pero también cometió errores. Y la estrategia del chavismo ha funcionado.
El problema ahora va más allá de su liderazgo. Lo que está en el horizonte es el fin de cualquier posibilidad democrática en el país, la liquidación definitiva de la institucionalidad, la desaparición de cualquier interlocución interna para la comunidad internacional.
No es una disyuntiva menor. Con la pandemia del coronavirus se ha agudizado la crisis humanitaria de la población y, por eso mismo, cada vez más, también se ha evidenciado la distancia que existe entre las élites políticas y la mayoría de la población. Las dirigencias del chavismo y de la menguada oposición viven en su propia guerra, una guerra distinta a la lucha por la supervivencia que diariamente deben enfrentar los ciudadanos del país. Frente a las turbias maniobras de la política, se alza la diáfana y trágica emergencia popular.
Es necesario regresar a las víctimas. A los que viven sin agua. Sin electricidad. Sin gas. Sin comida. Sin medicinas. Sin seguridad. Sin voz. Sin voto.