Editorial la Gaceta de la Iberosfera,
Después de más de 50 años, no cabe duda de que el Foro Davos sirve sólo a sus propios intereses. Esa elite global, seleccionada, no elegida, anclada en una ideología globalista para la cual las soberanías nacionales son obstáculos y los Gobiernos de las naciones deben ser mayordomos de sus decisiones, ha fracasado con obstinada reiteración a la hora de organizar un orden mundial próspero e igualitario.
Es cierto que el fracaso es subjetivo porque esa elite, reforzada por las conexiones internacionales que son la esencia de la reunión anual, cada vez es más rica. Pero lo que no cabe discusión es que su poderosa influencia («el futuro del mundo se decide en este salón», se jacta su fundador, el alemán Klaus Schwab), no ha traído la prosperidad a las naciones. Bien al contrario.
Inmigracionismo, multiculturalismo, descarbonización, abandono de la energía nuclear, multilateralismo, cultura de la muerte, dependencia energética, consolidación de las dictaduras árabes, aperturismo a esa China que juega con las ventajas de un régimen sin escrúpulos; vacunación masiva… Estas han sido algunas de las ideas paridas y defendidas por el Foro Económico Mundial a través de las décadas. Fracasos y miserias.
En La Gaceta de la Iberosfera somos, como no puede ser de otro modo, defensores de la economía de mercado. El capitalismo, con sus indudables fallos que requieren correcciones, supera en beneficios a cualquier otro sistema probado. Pero el Foro Davos no promueve la verdadera libertad de mercado, sino el establecimiento de oligarquías. Así ocurrió en Rusia tras el derribo del Muro de Berlín y así pasó —y sigue pasando— en la Suráfrica postapartheid. Con su poderosa influencia política, el Foro Davos creó en tiempos de Boris Yeltsin una casta de oligarcas que generó enormes desigualdades en la sociedad rusa y alimentó una reacción nacionalista que, hoy, pagamos caro. Unos más que otros, por supuesto, pero en todas nuestras facturas se refleja el fracaso del Foro Davos a la hora de encarar procesos sociales complejos cuyas soluciones no pueden basarse en los intereses de los dueños de las mayores empresas del mundo.
Inasequibles al desaliento. Incapaces de aceptar que yerran en todos sus vaticinios. Inútiles a la hora de prever las consecuencias de sus políticas. El Foro Davos ha vuelto a reunirse y como pájaros dodo que niegan la extinción, han llenado sus discursos de palabras como inclusividad, sostenibilidad y resiliencia que, cuando son puestas en marcha por tantos gobiernos serviles, resultan exclusivas, insostenibles (salvo las cuentas de resultados de las elites) e impacientes.
Muchas personas no parecen darse cuenta de que, por ejemplo, cada vez que lloran lágrimas socialdemócratas por la suerte de los inmigrantes ilegales o reclaman el fin de las fronteras dibujadas en los mapas, en realidad sirven a una estrategia diseñada en Davos y que se ha probado —Francia como paradigma esencial—, lesiva para las sociedades.
Frente a Davos, frente a las elites que sólo se representan a ellas, y frente a los Gobiernos que las sirven y que al servirlas, fracasan ante sus pueblos, la única idea sensata es defender la soberanía nacional. O lo que es lo mismo, defender que las naciones, con sus identidades, sus especiales circunstancias, su historia y su idiosincrasia, no pueden ser meras casillas de un carísimo tablero de ese juego elitista de dominación mundial que, encima, ellos no lo pagan. Lo pagan los pueblos.