Saúl Hernández Bolívar,
En una columna reciente anoté que Nicolás Petro tendría que demostrar los hechos que denunció sobre la infiltración de dineros en la campaña presidencial para continuar en libertad, la que le fue concedida por su notoria colaboración con la justicia. Pero advertí que Nicolás aun podía retractarse y no probar sus acusaciones, dejando en limpio a su progenitor, y que en ese caso estaría unos años en la cárcel y luego recibiría su compensación en metálico, contante y sonante. Solo que me equivoqué en un detalle: dije que le enviarían un emisario para convencerlo, jamás pensé que fuera a verlo en persona su padre ausente, Gustavo Petro.
En efecto, hace ocho días el presidente de la República aprovechó el festivo para ir a Barranquilla a visitar a su hijo Nicolás, un encuentro insólito porque el juez le había advertido que no podía reunirse ni conversar con nadie que estuviera implicado en el caso, lo cual le haría perder el beneficio de libertad que le había sido concedido. Sobra decir que el presidente Petro es la persona más directamente implicada en el proceso y quien tiene más que perder. El motivo de la visita es más que obvio. Por eso fueron tan elocuentes las palabras que su exnuera Day Vásquez publicó en una red social: «Yo sí seguiré colaborando con la justicia».
Ya sabemos que en Colombia «pasa» de todo, pero al final no «pasa» nada. El columnista José Alvear Sanín enumeró una decena de escándalos de esta administración que en cualquier país serian suficientes para tumbar o hacer tambalear un gobierno, pero no en Colombia. Un ejemplo es la caída de la administración de Boris Johnson en el Reino Unido por una insulsa reunión en la que una docena de colaboradores del gobierno se tomaron un coctel en momentos en que cualquier reunión estaba prohibida por el covid. No había música, no había baile, no había nada, pero en un país serio no se les perdona a sus dirigentes arrogarse beneficios que están prohibidos para el ciudadano de a pie.
En cambio, en nuestro medio, y muy concretamente en la era Petro, los exabruptos son admitidos con normalidad y hasta perdonados con resignación. Por ejemplo, uno de los escándalos más apremiantes que se ha escenificado en esta administración es el protagonizado por Laura Sarabia, la secretaria privada de Petro, en torno de la cual giran una serie de hechos que deberían haber dado al traste con este gobierno, como el manejo de millonarias sumas en efectivo en sus maletas, el sometimiento de su empleada a un detector de mentiras, la interceptación ilegal de teléfonos, el suicidio del coronel Dávila y su participación en las irregularidades de la campaña presidencial divulgadas en las confesiones del toxicómano Armando Benedetti, entre otras cosas.
Es decir, no estamos hablando propiamente de chismes de alcoba; se trata más bien de un oscuro personaje que tiene, a pesar de su juventud, todo un prontuario delictivo, y que a pesar de haber dejado el cargo ha seguido trabajando con Petro en secreto, no se sabe muy bien con qué funciones ni pagada por quién. Con el agravante de que, como se ha ventilado, en próximos días volverá a ocupar su cargo de Jefe de Gabinete, como si el país no tuviera memoria o un delincuente habituado a la tolerancia supiera que se lo puede pasar por la galleta porque todo se le perdona.
En el tintero: sube la gasolina, pero se la pagamos de nuestro bolsillo a delincuentes como los parlamentarios de las Farc y la Unión Patriótica, además de Piedad Córdoba, Iván Cepeda y Humberto de la Calle. No alcanzan a pagarla con un sueldo de 43 millones mensuales. ¡Bandidos!