JAUME VIVES,
Empecé a escribir este artículo después de ver en redes un vídeo en el que aparecía el superior de una orden religiosa, vestido con hábito, hablando a cámara. La orden y el superior no vienen al caso ahora. El hecho que me interesa destacar aquí es que el religioso parecía haber adquirido el hábito para grabar el vídeo, como un elemento más de la escenografía.
Quizá sea muy osado por mi parte decir que podría reconocer a simple vista quién lleva el hábito hasta para dormir y quien se lo enfunda para saludar a los fieles una vez acabada la misa dominical, pero creo que hay elementos que dan algunas pistas.
No sé si el hábito hace al monje, lo que sí sé es que se hace uno con el monje. Se amolda a su cuerpo, se desluce con el sol, se arruga con el uso y se acartona con el sudor. Es como los trajes. Se nota quién lo lleva habitualmente y quién lo viste en ocasiones especiales. Es como si las buenas telas tuviesen una inteligencia que todavía no hemos conseguido descifrar, que logra que el tejido se haga uno con el cuerpo que lo viste siempre y con respeto y se haga extraño con el cuerpo que lo viste esporádicamente y sólo para figurar.
Y aunque el hábito se haga uno con el monje pero no haga al monje, es importante que lo vista. La mujer del César no sólo tiene que serlo, sino parecerlo. Y además, el hábito le ayuda a uno a recordar sus votos y a cumplirlos y es a la vez un botón de ayuda y un testimonio para el prójimo que lo observa.
Y aquí iba a dar por terminado el artículo pero, después de asistir a misa en un pueblecito de la Costa Brava, he creído conveniente escribir esta segunda parte, que aunque no cambia mi modo de ver el problema, me acerca a él con mayor humildad.
Allí había, en misa de diario, dos mujeres de edad avanzada que, aunque no llevaban hábito, no hacía falta ser muy avispado para adivinar que se trataba de dos monjas. Su estrategia de camuflaje había fracasado a todas luces. Sólo habían conseguido camuflar la orden religiosa a la que pertenecían. Pero, a pesar de todo, allí estaban, un miércoles, en misa.
Es verdad que podrían haber vestido el hábito y parecer lo que eran, pero también es verdad que estaban donde tenían que estar. Es decir, eran lo que tenían que ser: dos mujeres consagradas a Dios. Y eso es muy importante. Esas mujeres habían sido fieles, aunque de incógnito (o eso intentaban).
Tan es así que, estoy seguro de que el hábito tardaría escasos minutos en hacerse uno con ellas una vez lo vistieran, no porque el hábito haga al monje —que ya sabemos de sobra que no—, sino porque ellas ya son monjas y se amoldaría a su cuerpo como si lo hubieran vestido toda la vida.
Es muy importante parecer pero más importante aún ser. Y cuando uno es, que acabe pareciendo sólo es cuestión de tiempo. Porque, si de lo que hay en el corazón habla la boca, de lo que hay en el alma habla el porte.