jueves, noviembre 28, 2024
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El lugar del mundo que defendería

Carlos Marín Blázquez,

Se paga una cierta desconexión de la actualidad con este tipo de cosas: hasta hace unos días yo no había oído el nombre de Ilia Topuria. A quienes se encuentren en la misma situación de relativo desajuste con su entorno, cabrá informarles de que Topuria es un luchador de artes marciales mixtas, de origen georgiano pero naturalizado español desde que su familia se trasladó a España cuando él todavía era un niño. Ahora un documental cuenta su ascenso fulgurante en el mundo de la lucha profesional hasta alcanzar, de momento, el octavo puesto en el escalafón de la UFC, la liga de las grandes estrellas.

Incluso si uno no siente especial atracción por el mundo de las peleas deportivas, lo que el reportaje muestra aporta elementos interesantes. El principal de ellos es el perfil que traza del propio Topuria, su voluntad férrea, su inteligencia natural para planificar los combates, su astucia competitiva y, junto a ello, un asombroso espíritu de sacrificio que aflora de manera singular cada vez que se ve obligado a rebajar su peso hasta los límites de la categoría en que se prepara para competir. Resalta en este punto el sustento de una fuerza primigenia, no sólo ni principalmente física, que es la que talla en granito los temperamentos irreductibles. Esta especie de implacabilidad ascética es lo que admiran quienes le rodean, quizá más que la deslumbrante sucesión de victorias y la consiguiente aura de magnetismo que irradia siempre de aquellos a los que el triunfo bendice.

Topuria aprende a desenvolverse con fluidez en un mundo donde es imposible disociar la vertiente deportiva del espectáculo semicircense que envuelve la competición. Nada parece que pueda desequilibrarlo. Se intuye la presencia de un centro estable, de una integridad psicológica que en los momentos de mayor dificultad le transmite un aplomo adulto. Hay referencias al pasado, a una infancia sencilla y feliz pero de golpe atravesada por la sombra imprevista de la guerra. La relación con su hermano resulta crucial ahí. «Mi hermano es la clave del puzzle. Mi hermano lo es todo», afirma. Y esa confesión de una deuda fraterna que circula en ambas direcciones nos revela el factor que muy probablemente actúa como sólido anclaje de su personalidad: el reconocimiento de su dependencia de los otros; la conciencia de que, a pesar de las cualidades extraordinarias que atesora, él no sería lo que es si no estuviera rodeado de una familia que le cuida y de un grupo de personas que le aportan experiencia y calor humano.

Es ya casi al final del reportaje, y en relación a ese sentimiento de saberse parte de un entramado que lo arropa, cuando, sentado frente a la cámara, Topuria declara: «Todo lo que tengo a nivel profesional, mis amigos, mi hijo, mi casa… todo está aquí. Mi casa es España. Si hubiera una revolución en el mundo, ¿qué lugar del mundo defendería? Mi casa. Mi casa está en España». Son ideas limpias, que caen por su peso, proferidas en un nítido español que conserva no obstante una leve adherencia georgiana. Son palabras que uno sospecha salidas de un fondo de sinceridad en absoluto forzada por la conveniencia y, sin embargo, produce extrañeza escucharlas. ¿Por qué? Porque es el tipo de discurso que la policía del pensamiento que nos supervisa se ha encargado de reprimir. El aprecio por lo propio no debía expresarse en público. Mucho menos si se llegaba al extremo de confesar la disposición a exponer la propia vida –como hace Topuria- por defenderlo. Lo moderno era otra cosa. Lo progre era exhibir una escéptica media distancia respecto a todo lo que hiciera referencia a España o —dando un paso más allá en la siembra de la infamia y el rencor— adoctrinarnos en la vergüenza de sentirnos miembros de una comunidad y partícipes de una misma historia.

Pero una idea que no expresamos es una idea que acabamos perdiendo. Eso lo saben muy bien los ideólogos que han forjado esta perversa estrategia del desarraigo. Al permitir que ellos nos insten a silenciar nuestra gratitud, hemos extraviado la noción de hasta qué punto es valioso el espacio en que se desenvuelven nuestras vidas y nos hemos olvidado de saldar la deuda que hemos contraído con las generaciones que contribuyeron a crearlo. Nos ha ganado un malestar agudo, incapacitante. Nos ha embargado un injustificado complejo de inferioridad y una tendencia malsana a denigrar lo nuestro. Hemos caído en la pasividad de un fatalismo sin horizontes y es así como ha fraguado el estado de ánimo idóneo para que una caterva de resentidos se beneficien del clima que han fomentado.    

Las palabras de Topuria representan la réplica simple y precisa al letargo estéril en que a muchos les conviene que esta sociedad continúe agonizando. Son la expresión de una verdad fundamental, puramente intuitiva, pero que permanece sepultada bajo una avalancha de ideologías desintegradoras y políticas mezquinas. Lo irónico es que haya sido alguien venido desde un país lejano quien nos lo haya tenido que recordar. «Si hubiera una revolución en el mundo, ¿qué lugar del mundo defendería? Mi casa. Mi casa está en Españ»”. Con qué facilidad nos olvidamos de las cosas esenciales. Si no luchas por tu casa, por el porvenir de los tuyos, ¿por qué otra cosa merece la pena luchar? Ilia Topuria, de quien no nos consta que ha leído a Burke, no tiene dudas. Es verdad que los grandes pensadores arrojan luz sobre el enigma de los tiempos y que sus ideas nos insuflan un aliento de inspiración. Pero también es cierto que no es imprescindible haberlos frecuentado para llegar a las conclusiones más hondas y verdaderas.

Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

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