PABLO MARIÑOSO,
Es verdad que la última exhortación apostólica del Papa Francisco no nos gusta. Es verdad que la anterior tampoco nos convence. Y es verdad que sus declaraciones sobre el cambio climático son incomprensibles para nosotros, tan necesitados del aliento de un padre y de las pautas de un pastor. Es igualmente cierto que él no es nadie para hablar del cobalto, cuestionar la salinidad del agua o timonear la Iglesia sin apenas mencionar a Cristo. Pero más poderosa se me revela la inagotable verdad de que el Papa Francisco no es idiota.
Con la publicación de Laudato Deum han surgido numerosos analistas críticos pero pocos lectores. Olvidan estos filósofos que el Papa no es idiota pero sí falible, y la infalibilidad de su trono romano desaparece, como la fumata blanca, cuando el Pontífice se aleja de la fe, que es su única cátedra. Que el Papa se haya equivocado en su último documento no debería sorprendernos a ninguno, porque el susurro del Espíritu Santo llega hasta un punto.
Laudato Deum es científicamente errónea, y así lo demuestran estudios paleoclimáticos que barren las dieciocho páginas de Francisco con un excel. Pero no hay en la tierra ecuación ninguna que pueda desdeñar la verdad profunda, misteriosa, que esconde la exhortación del Papa. Como la edad sí es un argumento de peso para los conservadores, y convencido como Teresa de Calcuta de que lo primero por cambiar en la Iglesia es la actitud de uno mismo —¡la mía!—, me veo en la obligación de desentrañar ahora estos aciertos de Francisco.
Mi reflexión me ha llevado a la idea de que el Papa es panteísta. Aunque algunos lo acusen jocosamente de no creer en Dios, yo creo, más bien, que Francisco no cree en otra cosa más que en Dios. Lo he hablado algunas veces con un buen amigo y yo termino por envidiar la sensibilidad de aquellos que ven a Dios en todo cuanto les rodea. No en vano el Santo Padre nos invita, entre consejos multilaterales y preceptos climáticos, a «reconocer en las cosas un mensaje divino».
Algunos ven a Dios en la liturgia y en esos ciriotes gordos que huelen a incienso. Otros lo vemos en la armonía del órgano y en las rimas consonantes de su salmodia. Los hay quienes descubren la existencia de Dios en el olor de su hijo recién nacido y los que aseguran haber conocido a Dios en el horroroso Santuario de Fátima. Bien, pues el Papa descubre a Dios en todo ello, con especial sensibilidad para encontrarlo en los colibrís del cielo y los helechos del campo. De ahí que la preocupación del Santo Padre por el clima tenga una sencillísima explicación: el cambio climático es para Francisco iconoclastia. Y precisamente por eso debemos admirar la irracional sensibilidad del Papa. Porque en los lirios del campo y en la capa de ozono descubre a su Creador.
Esta hierofanía suya la explica él mismo en uno de los pocos puntos salvables de su exhortación apostólica. «Si el universo se desarrolla en Dios, que lo llena todo, entonces hay mística en una hoja, en un camino, en el rocío, en el rostro del pobre». En esa hoja derramada, en la frondosa espesura de una Amazonía y hasta en los casquetes del Polo Norte «el mundo canta un Amor infinito. ¿Cómo no cuidarlo?»