DAVID CERDÁ,
Los padres nos desvivimos por dar a nuestros hijos de todo, y a manos llenas, y al desvivirnos por ellos, paradójicamente, vivimos. El empeño es, por supuesto, noble de suyo, pero también puede acabar descarrilando, porque hay cosas que no debemos dar y además hay «relaciones de intercambio», esto es, daciones que entre sí compiten. Si, por ejemplo, queremos que tengan una fastuosa vida material, eso habrá que financiarlo, y trabajando de más para conseguirlo podemos hipotecar un tiempo que ellos necesitan para que hablemos con ellos, los conozcamos y puedan disfrutarnos, o sencillamente para que los acompañemos; y si queremos que estén en un colegio espectacular en régimen de internado, tal vez nos perdamos momentos familiares juntos que ellos y nosotros echaremos de menos; etcétera.
La cuestión no es fácil, y en esas tribulaciones y dilemas pasa uno la vida cuando cría. No existen demasiados manuales; recuerdo a este respecto aquello que decía un escritor inglés cuyo nombre extravié por el camino: «Cuando era joven tenía cinco teorías sobre cómo educar a los niños. Ahora tengo cinco niños y ninguna teoría». Cambien, en mi caso, cinco por tres y ya lo tienen, y seguro que la inmensa mayoría de los padres que lean esto están en lo mismo; no obstante, me voy a arriesgar a decirles la que, en mi humilde opinión, es la madre de todas las daciones que puedan ofrecerse a un hijo: un modelo valioso de hogar.
Hablamos de la epidemia desatencional —redes sociales y smartphones— y otros problemas que indudablemente afectan a nuestros hijos, de las ideologías que los cercan y los otros peligros que son de siempre; con todo, posiblemente la experiencia más crucial en la construcción de una persona antes de llegar a adulta es la de llegar a conocer el patrón fundamental: un buen hogar. En ese haz de relaciones se descubre lo esencial sobre el bien, la verdad, el amor y la belleza, es decir, sobre los sentidos de la vida, de forma práctica y concreta. Y, puesto que la imitación sigue siendo nuestra mayor vía para el aprendizaje, aquel que ha visto el modelo entra en la vida, con su sinfín de amenazas y oportunidades, con el pie derecho y paso firme, mientras que quien no tiene esa suerte compra muchas papeletas para un descalabro. Las personas que tienen el privilegio de ver en funcionamiento una buena familia (con sus defectos, como todas, pero buena en lo esencial) infieren de manera inconsciente el molde del que está hecha la buena vida, y están en mucha mejor situación para poder replicarla que quienes tienen que averiguar el asunto en otros sitios y con posterioridad a la edad temprana.
Frente a esto, que decidimos los padres (pues de nosotros depende, aunque carguemos con nuestra propia biografía: es una cadena sin fin que liga a innumerables personas), la lotería genética es poca cosa. Defectos corporales o mentales, discapacidades o peculiaridades, apreturas u holguras económicas, todo eso es trivial en comparación con el enorme peso que tiene haber sido «hogarizado», esto es, instruido en el tipo de cuidado, entrega y disposición que una buena familia supone. Yendo a un aspecto más concreto, el del amor que los padres se demuestran, no se hacen una idea de lo dañadas que pueden quedar las ganas de amar de una chica o un chico que no ha visto quererse como es debido a sus padres. De ahí que a veces una separación sea la mejor medida, y que ese destrozo familiar llegue en ocasiones a ser inferior al beneficio de ver cómo los padres, con suerte, llegan a reformular un amor que eduque el corazón de los hijos en lo que el amor de veras exige.
Bastan unos minutos de trato con una persona para descubrir las heridas que un hogar quebrado le ha infligido. Haya recibido lo que haya recibido en lo demás, quien está en eso es ultrapobre; no cabe otra actitud ante ella que la misericordia. Como los seres humanos somos libres, esto es, responsables, ni aún en esa tesitura se nos ha de tratar con condescendencia: lo que no se aprendió en el hogar hay que hacer lo imposible por aprenderlo fuera. Merece, en todo caso, toda mi admiración quien, desprovisto del patrón fundamental, es capaz de construir su propio hogar sin planos, una tarea ímproba y a veces heroica. La mayoría de las personas que engañan, maltratan o sencillamente desisten replican lo que han visto en casa. Insisto en que no es excusa; pero conviene reflexionar sobre el efecto que tenemos los padres en la vida de toda esa gente.
Hay una viñeta de la ínclita Mafalda en la que Quino arroja luz sobre esto que digo. Mafalda camina por la calle y ve una tienda en la que se hacen llaves. Resuelta, entra en el establecimiento y pregunta al añoso tendero: «Señor, ¿me haría la llave de la felicidad», a lo que aquel replica: «Por supuesto: ¿me entrega el modelo?». Mafalda abandona el local pensando: «Astuto viejito». Lo cierto es que ese modelo existe. Sea cual sea su configuración y su modalidad religiosa o legal, un hogar donde hay padres que se respetan y se cuidan «hasta que la muerte los separe», una unidad en la que hay, más que solidaridad y espíritu de equipo, entrega incondicional y amorosa exigencia, constituye el verdadero modelo con el que puede acuñarse la mejor felicidad que se compadece con la imperfecta índole humana.
Frente a eso, la visita a Eurodisney, los iPhone 15, las catorce actividades extraescolares, el abono del Real Madrid y el sueldito para gastar en Shein o Bershka no son más que briznas de hierba que el viento arrastrará irremisiblemente; y quien no pueda proveer eso no encontrará la paz en su conciencia, si es que tiene la fortuna de ser madre o padre. A sensu contrario, quien se consagra a erigir ese buen hogar construye algo más grande que la Capilla Sixtina y tiene derecho a que se le hinche el pecho más que a Miguel Ángel.