FRANCISCO JOSÉ CONTRERAS,
VOX presentó el pasado viernes su recurso de inconstitucionalidad contra la Ley de Memoria Democrática. El PP no lo ha hecho: según parece, basta la promesa de Núñez Feijóo de derogar la ley cuando llegue al poder.
El PP tiene varios problemas de credibilidad en este asunto. Uno, que no derogó su antecesora, la Ley de Memoria Histórica de Zapatero (2007), cuando gobernó con mayoría absoluta entre 2011 y 2015. Otro, que mantiene vigente y sigue aplicando la Ley de Memoria Democrática de Andalucía (2017), que no va a la zaga en sectarismo a las nacionales.
En los primeros días de 2019 formé parte –junto a Javier Ortega-Smith y Rafael Bardají– de la comisión de VOX que negoció con el PP las condiciones para nuestro apoyo a la primera investidura de Moreno Bonilla. Una de nuestras exigencias era la simple derogación de la ley andaluza de Memoria, con el argumento de que en los países libres el Gobierno no fija por decreto la interpretación de la Historia, sino que permite que en el libre debate de historiadores y ciudadanos se confronten tesis plurales. La comisión del PP se resistió: al final transaccionamos la sustitución de la Ley de Memoria por una nueva «ley de Concordia», y así figuró en el acuerdo de investidura firmado el 9 de enero de 2019.
Por supuesto, los gobiernos de Moreno –el que tuvo con Ciudadanos hasta junio de 2022 y el monocolor que tiene ahora– incumplieron lo acordado. El Grupo VOX del Parlamento andaluz ha llevado a pleno dos proposiciones de ley: una Ley de Concordia en diciembre de 2021 y una Ley de Reconciliación en noviembre de 2022. Ambas han sido rechazadas.
El Gobierno del PP andaluz, con mayoría absoluta, mantiene una ley que ordena que se explique a los escolares (art. 47.1: «La Consejería competente en materia de educación incluirá la Memoria Democrática en el currículo de la educación primaria, de la educación secundaria obligatoria, del bachillerato…») que sus abuelos o bisabuelos, si lucharon en el bando nacional, fueron fascistas que asesinaban al pueblo para destruir la democracia, el progreso y la libertad. «La Guerra Civil [producida por «el golpe militar» y «la defensa de la legalidad constitucional de la Segunda República»] […] puso fin a la democracia, al programa de reformas impulsado por la Segunda República y a la cultura democrática que había arraigado en la ciudadanía andaluza», recoge. No sé si se refiere a los ciudadanos de Casas Viejas, a los que proclamaron el comunismo libertario en La Rinconada, a los que, según Clara Campoamor, «asaltaban a los viajeros de las carreteras del sur, como en los tiempos del bandolerismo, extorsionándoles en nombre del Socorro Rojo», o a los que quemaron el palacio episcopal y buena parte de las iglesias de Málaga tan pronto como mayo de 1931. En otro momento, la Exposición de Motivos declara que «la Segunda República [es] el antecedente más importante de nuestra actual experiencia democrática». «Para Andalucía, la República supuso […] el intento de superación del secular dominio ejercido por la oligarquía agraria, con el beneplácito de la jerarquía eclesiástica».
La ley andaluza, como la nacional, lleva su sectarismo hasta el borrado retrospectivo de las decenas de miles de personas asesinadas por la izquierda no sólo durante la Guerra Civil, sino también en numerosos actos de violencia política del período 1931-36 (por ejemplo, la voladura del expreso Sevilla-Barcelona en diciembre de 1933 como respuesta a la victoria electoral de las derechas el mes anterior). En efecto, según el artículo 4.b sólo se considerarán víctimas «las andaluzas y andaluces que, por su lucha por los derechos y libertades del pueblo andaluz, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdidas financieras…». Como la Exposición de Motivos ha establecido previamente que el bando frentepopulista luchaba por la libertad y el franquista por el fascismo, se infiere que para la ley sólo son víctimas las de izquierdas.
Para la ley que mantiene en vigor el PP andaluz simplemente no existieron, por ejemplo, las 2.445 personas asesinadas por el Frente Popular en las zonas de la provincia de Córdoba bajo su control (me remito a la meticulosa investigación de Ángel David Martín Rubio, basada en cifras del Instituto Nacional de Estadística: vid. Los mitos de la represión en la Guerra Civil, Grafite Ediciones, 2005); no existen los 2.761 ejecutados por socialistas, comunistas y anarquistas en Málaga hasta febrero de 1937 (después los nacionales ejecutarían allí a 4.235), ni los 478 asesinados por la izquierda en Sevilla antes de que el ahora exhumado Queipo de Llano se hiciese con el control de la provincia y aplicase su propia represión (en los pocos días que controlaron parte de la capital, las milicias izquierdistas destruyeron iglesias mudéjares valiosísimas como San Marcos, San Román, Santa Marina u Omnium Sanctórum, cometiendo asesinatos como el del párroco de San Jerónimo o el de Victoria Díez, maestra de la Institución Teresiana).
Para la ley del PSOE y el PP, no existen los doscientos viajeros de los «trenes de la muerte» de Jaén, fusilados por anarquistas por el delito de ser burgueses y/o católicos (entre ellos, el obispo de Jaén, Manuel Basulto; cuando su hermana pidió clemencia aludiendo a su condición de mujer, sus verdugos contestaron: «entonces te matará una mujer»; y, en efecto, la justicia proletaria le fue aplicada por la miliciana Josefa Coso, alias «la Pecosa»). No existen los 81 rehenes –mujeres y niños entre ellos– asesinados en formas horribles (quemados o despedazados con hacha) por los milicianos frentepopulistas de Baena el 28 de julio de 1936, cuando se disponía a tomar la ciudad la columna franquista de Eduardo Sáenz de Buruaga. Figuraron entre las víctimas los periodistas Manuel Piedrahita y Ramón de Prado, el excalde José Gan y mi tío-abuelo, el sacerdote Rafael Contreras Leva. A esta matanza siguió una represión también salvaje de las tropas nacionales, con decenas de jornaleros ejecutados sin formación de causa ni las mínimas garantías judiciales. Este patrón brutal de acción-reacción se repitió en muchos pueblos andaluces.
No sólo ha desaparecido ya la generación que vivió la Guerra Civil: tenemos ya edad provecta los últimos que tuvimos contacto personal con esa generación, la de nuestros abuelos, y oímos su testimonio (esa era la verdadera «memoria histórica», la transmitida en el hogar, no la decretada en el BOE por un comisario político). Sabemos que no gustaban hablar de ello; cuando lo hacían, era con ponderación y magnanimidad, con piedad, perdón y verdadero espíritu de «nunca más». Esa sabiduría de nuestros antepasados, adquirida a un precio tan alto, la están destrozando unos políticos miserables dispuestos a resucitar las dos Españas por allegar un puñado de votos. Bueno es recordar que no puede contarse con el PP para revertir esta fechoría: ellos son unos señores muy serios a los que les interesa mucho la economía.