Ovidio Pérez Morales,
Se dijo repetidamente antes del 28 de julio y en circunstancias similares anteriores que “por las buenas o por las malas” el régimen habría de continuar. Porque había “venido para quedarse”. Un principio generador, obviamente, de una lógica impositiva, predeterminante.
Frente a tal razonamiento suena contradictorio uno de los Principios Fundamentales -el artículo 5- de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela: “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público”.
Una premisa de fuerza como la referida desencadena, por tanto, una lógica dictatorial en violación flagrante y cínica de nuestra carta magna. Esta lógica se manifiesta de modo inmediato y patente también en contradicción con la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, a tres años de haber concluido una tragedia que costó decenas de millones de vidas y estampó páginas vergonzosas de historia humana.
Nuestra Constitución, si bien no es “la mejor del mundo”, ofrece un contenido positivo en la línea de los derechos humanos y en dirección democrática. El problema es que su uso se ha quedado en gran medida en simple exhibición del “librito”, sin aplicación efectiva en muchos puntos substanciales. Peor todavía, los elogios oficiales a dicho texto han sido acompañados por una permanente y desfachatada violación de los preceptos constitucionales. Resulta lamentable también la ausencia de una educación básica de la ciudadanía en materia tan fundamental. En esta materia las instituciones religiosas han tenido también gran parte de culpa, al no integrar debidamente en la formación de los creyentes lo relativo a derechos humanos y orientación social en general.
El escenario nacional en estos días terminales de 2024 plantea un gravísimo desafío histórico. El dilema es claro: o se obedece a la decisión del soberano, expresada de modo patente en la jornada electoral del 28 de julio, o se impone una decisión de fuerza violatoria de nuestra Constitución y de la Declaración Universal de Derechos Humanos. A 200 años de proclamada la Independencia de Venezuela se cierne sobre la República una imposición de fuerza, que estima vanas la sangre derramada y las bellas ilusiones generadas por la libertad, al tiempo que contradice principios básicos de un auténtico humanismo y de una cristiana convivencia.
El círculo maligno, sin embargo, no se ha cerrado. El espacio para una salida democrática, un acuerdo razonable, un encuentro sensato, si bien se estrecha, brinda todavía una oportunidad. El sector oficial debe pensar que aceptar el cambio querido por el soberano no se identifica con una pérdida total definitiva. No se está ante el “todo o nada”. Está en juego, sin duda, algo muy importante como es la Presidencia de la República; pero no el ejercicio de todos los poderes del Estado. El Título IV de la Constitución se abre con el artículo 136 que dice así: “El Poder Público se distribuye entre el Poder Municipal, el Poder Estadal y el Poder Nacional. El Poder Público Nacional se divide en Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Ciudadano y Electoral. Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias, pero los órganos a los que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado”. Por lo demás, otras elecciones figuran en el horizonte. No estamos, por tanto, en el fin de la historia.
Como miembro del cuerpo episcopal de la Iglesia en Venezuela, que ha reconocido el cambio querido por el soberano el 28 de julio, lanzo en este momento crucial del país un grito, un urgente llamado de amor patriótico, de sensatez republicana, para que gobierno y oposición tejan una transición presidencial que pacifique al país, tan golpeado y angustiado en estos últimos años y tan urgido de un reencuentro nacional democrático, fraterno. ¡Dios lo quiere!