Entre el aluvión de noticias sobre la enésima rendición socialista ante proetarras y golpistas, el hackeo de todos nuestros datos —por lo que parece, protegidos por un mono con dos platillos— en el Ministerio de Economía; el goteo exasperante de rebajas de penas a los delincuentes sexuales gracias a la inutilidad de este Gobierno, y la confirmación de que el PP no piensa hacer nada, una noticia ha pasado sin hacer ruido por las redacciones de los medios. Teodoro Obiang, el malvado presidente de la antigua provincia española de Guinea Ecuatorial desde hace 43 años, ha sido reelegido con un 96 por ciento de los votos para un nuevo mandato y su Partido ‘Democrático’ de Guinea Ecuatorial ha arrasado en las elecciones legislativas y municipales.
Las dimensiones de este nuevo fraude son enormes. Tan enormes como un 96 por ciento. Pero sólo son un poco menos gigantescas que la indiferencia de España acerca del destino del pueblo ecuatoguineano que es sometido por la mano de hierro de un tirano a cuyo lado palidece hasta un comunista búlgaro de los tiempos del Telón. Esto es lo que nos debe preocupar: la absoluta desidia de todos los gobiernos españoles, de nuestra clase política y del pueblo al que dicen servir, por la suerte de los que una vez fueron nuestros hermanos y que, todavía, usan el español para dolerse.
Alguno dirá, no sin razón, que las responsabilidades de que Guinea Ecuatorial no haya conocido la decencia desde el 12 de octubre de 1968 a las 12 de la mañana, no son achacables a España, sino a la ONU, a su perjudicial Declaración de Descolonizacion de 1960 y a las presiones a las que sometió a España para que abandonara a los guineanos de a pie –que no querían la independencia— y entregara el poder a quien enseguida se demostró como un asesino sanguinario, indigenista y antiespañolista (un adelantado a las tiranías bolivarianas de hoy), Francisco Macías Nguema, el tío de Teodoro Obiang Nguema, derrocado y ejecutado en 1979 por orden de su sobrino.
Pero por más que la ONU sea la responsable de tanto mal, la culpa sólo es de España y de su debilidad. El régimen franquista accedió sin resistencia alguna a descolonizar una provincia que ya disfrutaba de una notable autonomía y al que ordenó celebrar un referéndum con un censo primario y ninguna garantía. No contento nuestro país con su exhibición de debilidad, organizó después unas elecciones libres en dos vueltas en las que ni siquiera trató de influir, y habría sido lícito que lo hubiera hecho, para que el resultado fuera el mejor para nuestros intereses y para asegurar la prosperidad de la nueva nación africana.
Sin duda, el mejor resultado hubiera sido la elección del moderado Bonifacio Ondó y no, desde luego, el triunfo final del criminal Macías, que jamás debió haber ganado. Es ocioso recordarlo, pero a Ondó también lo asesinó Teodoro Obiang. Nadie sobrevive a una combinación de Obiang y de parálisis disfuncional española.
Desde 1968 hasta aquí han pasado 54 años, de los que casi once han sido de dictadura criminal y 43, de tiranía cleptomaníaca y sanguinaria que necesita guardaespaldas marroquíes para seguir en el poder absoluto. Eso es lo que sabemos. Lo que no sabemos es cuándo se extinguió la responsabilidad de España en este desastre para el pueblo ecuatoguineano que padece un régimen bochornoso para los derechos humanos y en el que las mujeres —dónde están las feministas españolas—, son apenas ciudadanas de tercera, si es que tienen suerte.
Madre Patria, lo que es España, no puede ser sólo un título honorífico. Lo intereses legítimos, sobre todo los económicos en lo que se refiere a la extracción de las reservas guineanas de petróleo, jamás debieron servir de excusa para comportarnos con los ecuatoguineanos como una madrastra desapegada y olvidadiza.
Ojalá que, al menos, este desastre moral sirva de lección para todos los que, como en ciertos despachos socialistas, tengan la tentación de creer que hay otro camino para los territorios españoles en África que no sea el de la defensa de sus fronteras y de su profunda españolidad. Como la Historia nos demuestra, más allá sólo hay represión y tiranía de un lado y, del nuestro, un injustificable, vergonzoso e insano olvido.