JOSÉ JAVIER ESPARZA,
Corrían los primeros ochenta cuando Mecano —nostalgia boomer— lanzó su tema «Perdido en mi habitación», uno de sus grandes éxitos. «Perdido en mi habitación —decía la canción—, busco en el cajón alguna pastilla que me pueda relajar, me pueda quitar un poco de angustia». El tema tuvo algún problemilla fuera de España porque su letra aludía claramente al consumo de drogas, práctica que, en la época, aún estaba mal vista, al menos en público. En todo caso, retrataba muy bien el estado mental del burguesito de la época, tan rodeado de comodidades que no sabía qué hacer con su vida. La pérdida del sentido (de la vida) era ya uno de los grandes asuntos del Occidente de entonces, y España no era una excepción. Uno cree que lo tiene todo, constata que no le sirve para nada y, en consecuencia, se lanza al consumo de psicotrópicos. Literalmente, uno se pierde en su habitación. Hoy España está igual: perdida en su habitación, en este saloncito que las autonomías han troquelado como los muebles de un dormitorio de Ikea. Y sin sentido.
Hoy, 31 de octubre, la princesa de Asturias, Leonor de Borbón, cumple 18 años y jurará la Constitución, como corresponde a un monarca constitucional. No es sólo un gesto formal: el ritual confirma el compromiso de la Corona con la continuidad histórica de la nación española, organizada políticamente en torno a la Constitución de 1978. Esa jura tendrá lugar en el Congreso de los Diputados, engalanado para la ocasión con el toldo rojo de las grandes celebraciones. Visto desde fuera, en las fotos se plasmará la normalidad institucional de un país avanzado. Pero ahora miremos más de cerca la fotografía. Descubriremos entonces que el acto va a ser presidido por una señora —Francina Armengol— que siempre ha blasonado de sus convicciones republicanas, que en más de una ocasión ha promovido iniciativas contra la monarquía y cuyas simpatías hacia el separatismo catalán son más que notorias. Descubriremos también que en la foto van a faltar —y bien ruidosamente lo han anunciado— los principales apoyos parlamentarios del Gobierno: el separatismo catalán, el separatismo vasco, la extrema izquierda de Podemos (ni siquiera sus ministros) y algún conspicuo representante de Sumar. Dicho en otros términos: la Corona va a manifestar su compromiso con la nación española ante un poder que no siente hacia la nación compromiso alguno.
Eso será hoy. Ayer, 30 de octubre, los emisarios del poder —del Gobierno— acudían a Bruselas para rendir pleitesía a Carlos Puigdemont, ex presidente de la Generalidad de Cataluña, que abusó de sus facultades para promover un golpe secesionista que pretendía romper la unidad nacional. El presidente del Gobierno lo ha dicho con toda claridad: necesita los votos de los fieles de Puigdemont para gobernar, así que, «en nombre de España» (que ya hace falta cuajo), pactará con uno de los enemigos más visibles de la nación. Con el otro enemigo más visible, que es el mundo de ETA, ya había pactado antes. El acuerdo con Puigdemont ha incluido la devolución al fulano del título de «presidente». No consta que los enviados del PSOE lamieran los pies del homenajeado, pero, si éste lo hubiera pedido, Sánchez lo habría hecho sin el menor reparo. En nombre de España. Y en nombre de España propondrá amnistiar de sus delitos a Puigdemont y a sus secuaces. Lo cual significará desautorizar a los tribunales españoles y a la propia Corona. Esa misma Corona a la que hoy, tan hipócritamente, se celebrará en la jura de Doña Leonor.
Todo esto usted ya lo sabe. Pero hay que repetirlo y ponerlo así, negro sobre blanco, para poder leerlo despacio y calibrar la magnitud del disparate —trágico disparate— en el que nuestro país se ha sumergido. El oropel de la Corona es hermoso, pero el poder de verdad no está en sus manos, sino en las de quienes han convertido su propia derrota electoral en una ofensiva contra la supervivencia histórica de la nación española. Lo cual, por cierto, incluye a la Corona en la inevitable lista de víctimas de la operación. También a usted. Y a la habitación que compartimos. Y a Mecano si es preciso.
La pregunta es cuándo nos perdimos: cuándo España se perdió en su habitación. Respuesta provisional: eso ocurrió en el mismo momento en que la nación renunció a cualquier proyecto colectivo de poder —sí, he dicho poder— para limitarse a vegetar, cual burguesito atribulado, en la molicie de su propio spleen. Todo el relato de la transición democrática ha venido implícitamente acompañado de un estribillo que nos decía «ya hemos llegado donde queríamos». ¡Qué va! ¿De verdad creíamos que habíamos llegado a nuestro propio y salvífico fin de la Historia, un estado de paz perpetua desplegado en torno a la «democracia-que-nos-hemos-dado» y la Santa Constitución? La Historia es una madrastra severa: sólo permite sobrevivir al que se lo trabaja. En política, eso significa hacer exactamente aquello que nuestros políticos nunca han intentado de verdad: construir un poder soberano o, si se prefiere, lo más potente posible, para que nadie, ni dentro ni fuera, esté en condiciones de devorarnos. Por eso no basta con esgrimir la Constitución frente al enemigo. La Constitución no tiene uñas ni dientes. El enemigo, sí.
El gran proyecto para que España siga existiendo como nación —si es que aún queda algún español interesado en el asunto— tiene que ir mucho más allá de la Constitución y de la Corona. Ese proyecto se llama autonomía energética, vitalidad cultural, defensa militar, despegue económico, influencia en el exterior… Los franceses lo llaman “puissance”, que queda más elegante que el español “poder”, pero que, al cabo, viene a ser lo mismo. Y si no, seguiremos perdidos para siempre en nuestra pequeña habitación, con Leonor, quizá reina, flotando sobre las moquetas de las Cortes mientras las hienas se reparten a dentelladas las joyas de la Corona. Y ya no nos quedarán ni los psicotrópicos de Mecano.