Desde que el nuevo coronavirus llegó a nuestras vidas (las mediáticas y conversadas por ahora: apenas hay un puñado de casos confirmados en el mundo hispanohablante) hemos aprendido bastante sobre él. El rango de incertidumbre es aún altísimo, pero ya la vamos conociendo. Con los datos de que disponemos parece probable que sea al menos tan contagiosa, letal (tasa de mortalidad) y severa (tasa de casos que requerirían hospitalización) como la gripe. Es muy posible que sea peor. No podemos confirmarlo con seguridad porque aún es pronto, y los números que tenemos cambian mucho de país a país (por ejemplo: la mortalidad estimada de China e Italia es cinco o seis veces mayor a la de Corea del Sur, y en Irán es una incógnita porque el número de casos reales lo es también). Además, aunque las cifras actuales apuntan precisamente en esa dirección, en el pasado nos hemos encontrado con que la gravedad calculada de un virus nuevo se reajusta con el paso del tiempo, a medida que somos capaces de proyectar mejor el total de casos así como de discriminar mejor entre quienes se recuperan y quienes no.
Pero lo importante no es tratar de adivinar la tasa exacta de mortalidad, que siempre va a depender de factores externos. La clave es que, incluso si nos ponemos en un escenario optimista, añadir un nuevo virus con severidad equivalente a la gripe al catálogo mundial sería una terrible noticia. Hacerlo en un corto espacio de tiempo, además, pondría a prueba la capacidad de respuesta a pandemia de los sistemas mundiales. El Índice Global de Seguridad Sanitaria mide precisamente el poder de protección de dichos sistemas. La imagen para Latinoamérica y el Caribe no es muy halagüeña.
Ningún país destaca por su preparación, y algunos se encuentran en una situación francamente débil: Guatemala, Haití, Honduras, Guyana y, sobre todo, Venezuela presentan una alta vulnerabilidad ante nuevas emergencias.
Así, si las hipótesis más pesimistas se confirman y resulta que el virus que produce la enfermedad COVID-19 es algo más contagioso, o produce una mayor proporción de casos graves, que las dolencias respiratorias masivas que ya conviven con la humanidad, entonces pondría seriamente a prueba los sistemas sanitarios de Latinoamérica (y de todo el mundo). Sistemas en los que, por regla general, abunda la desigualdad en el grado de protección. Con una epidemia de magnitudes y severidad considerable, las diferencias se sentirían con toda intensidad.
Ya se pudo intuir algo así en China durante las primeras semanas de contagio: un estudio reciente publicado en The Lancet demuestra que la mortalidad fue mayor en aquellos lugares con mayor incidencia de casos. Resulta trágicamente lógico: cuando el sistema se siente saturado en un lugar específico, su capacidad para salvar vidas tratando los casos más graves disminuye.
Un indicador que sirve como primera aproximación, incluido en el propio Índice Global, es el número de camas de hospital por habitante.
La variación es enorme: los países a la cabeza de la lista quintuplican la disponibilidad para ingresos hospitalarios de Bolivia o Nicaragua. Ahora bien, mientras un valor bajo indica claramente un problema, una cifra elevada no supone la salvación ni mucho menos. Si recordamos el mapa, algunos de los países con alta capacidad hospitalaria aparente sacan nota baja en el índice global. Si ponemos ambas dimensiones en común el mapa es mucho más ajustado.
Aquí se observa cómo los países que realmente cuentan con un grado de seguridad y equipamiento superior a la media son pocos y concentrados en Norteamérica y la punta sur del continente. Hay más en el otro extremo: con la guardia baja en ambos frentes, particularmente en Centroamérica. Las pequeñas islas caribeñas tienen una especie de ilusión de protección por su alto ratio de camas favorecido por su escasa población, pero su puntuación general es baja. Y con los grandes países de ingreso medio-alto (Colombia, México) sucede justo lo contrario: presentan mejor preparación que acceso hospitalario, siendo que a pesar de mejoras probables en las últimas décadas el equipamiento no ha podido mantener el ritmo demográfico.
De hecho, si nos centramos en uno de estos países, Colombia, y observamos qué pasa en su interior, nos daremos cuenta de que las disparidades regionales van más allá de las diferencias de país a país. Colombia está dividida en departamentos que disfrutan de niveles muy distintos de renta, riqueza y sobre todo presencia estatal. Como no podría ser de otra manera, el número de capas de hospital per capita refleja las desigualdades territoriales
Un habitante de la costa Caribe o de las cafeteras zonas del Quindío o Antioquia (capital: Medellín) tiene más del doble de plazas efectivas a su disposición comparado con algunas zonas del sur Pacífico-Amazónico (Cauca, Vichada, Vaupés). Como se aprecia, además, la contribución de la infraestructura pública al total es menor que la privada. En Colombia, como en tantos otros lugares de Latinoamérica y el Caribe, no hay sistema de salud universal. La ley crea un mercado de entidades proveedoras de servicio a las que los trabajadores deben afiliarse. Éstas, a su vez, tienen acuerdos de acceso con clínicas y hospitales. Existe un sistema subsidiado de acceso a los proveedores para quien no esté en disposición de cubrir el coste, pero por el extremo superior también hay todo un mercado de seguros privados con acceso a las mejores instalaciones disponible solo para quien se lo pueda costear. La resultante desigualdad en el acceso a servicios sanitarios se mezcla con las diferencias territoriales para crear “puntos negros”. Una epidemia local sobrevenida de un virus con alta incidencia, virulencia y severidad, precisamente como un nuevo coronavirus de perfil agresivo, pondría en jaque al sistema precisamente en esos puntos.
Las plazas de hospital, por supuesto, tiene que operarlas un personal especializado compuesto sobre todo por equipos de medicina y enfermería. Cabe esperar que estas tres variables vayan de la mano: cuando hay más de uno de los componentes del sistema, tendría sentido que hubiese más de los otros. Y así es por regla general en el mundo.
Sin embargo, Latinoamérica tiene la particularidad de encontrarse por debajo de la línea de relación media. Es decir: en la práctica totalidad de países de la región hay más médicos per capita que enfermeros o camas, subrayando el déficit comparado de personal y plazas.
Como resultado de todo ello, la región no se encuentra en la mejor forma posible para enfrentar una potencial pandemia. Aún asumiendo una severidad relativamente baja, si un virus nuevo se difunde lo suficiente las zonas con menos recursos y sistemas de seguridad en funcionamiento podrían saturarse con rapidez (en algunos casos ya lo están a día de hoy). Si además el nuevo coronavirus ha llegado para quedarse, a los países no les quedará más remedio que mejorar y adaptar sus capacidades. Los epidemiólogos suelen bromear con que se pasan cada nueva emergencia vírica hablando sobre “la siguiente pandemia” y lo que habría que hacer para prepararse ante su eventual llegada. Bien: ya está aquí. Otras seguirán en el futuro. Lo fundamental es que no olvidemos dónde están los agujeros una vez baje la marea.
Fuente: El País