Rafael L. Bardají,
Como la gran mayoría de españoles, yo amo a mi país, a España. Me gustan sus costumbres, me entusiasma su cultura, me fascina su comida y, sinceramente, no creo que haya ningún otro lugar con una mejor calidad ni estilo de vida. Asumo sin problema su Historia, aunque en muchas ocasiones hubiese preferido que hubiera tomado otros derroteros, pero la Historia de los pueblos es lo que tiene: como el tiempo, puede gustarte o no, pero es lo que es. Y me pone de los nervios los progres cursis y los indepe que sólo hablan del Estado español para negar la existencia de la nación y el pueblo español.
Dicho esto, tengo que admitir que, al Estado español, el de verdad, ese entramado administrativo-institucional que tiene por cúspide a la Corona, sigue por el gobierno de turno, se acompaña del poder judicial, del legislativo e innumerables instituciones públicas, apoyados todos en más de tres millones de funcionarios, no le tengo aprecio alguno. Por la razón básica de que, en tanto que español, me maltrata sistemáticamente.
Y no me refiero a que Hacienda se haya equiparado a una banda de salteadores que nos deja fritos a impuestos; o que una parte de nuestro personal sanitario se mueva más por su propia comodidad e ideología que por el juramento hipocrático al que se ataron. No, el maltrato va de lo grande a lo pequeño; de lo esencial a lo más banal. Pero siempre está ahí, castigando a los españoles y primando a quienes no lo son y, aún peor, no tienen ningún deseo de serlo. Una pequeña anécdota tal vez ayude a clarificar lo que intento decir: Aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas. 6.30 am. Desembarco de un vuelo transatlántico, junto con varios más y cientos de pasajeros procedentes de medio mundo. Primera sorpresa, las máquinas biométricas para el control de pasaporte están todavía cerradas a esa hora por falta de personal de la policía. Nos encaminamos pacientemente a las colas de pasaportes comunitarios en la que me coloco de forma apretujada; el panel luminoso que debería indicar a quién se atiende allí se había quedado atascado permanentemente en Noruega. Un argentino que pasaba con su pareja camino de su cola, ve la nuestra, larga como la del demonio, mira el cartel con Noruega y suelta «Che, vos, qué de noruegos visitan España…». No se podía imaginar que no hubiera un carril específico para los nacionales, como en la mayoría de los países del mundo. El papanatismo europeísta de la izquierda y la derecha española nos ha conducido a eso: a que dé igual que seas noruego, suizo, alemán, luxemburgués o español. Yo envidio a los norteamericanos cuando al salir del avión en cualquier puerto de entrada salen disparados a sus puestos de control para americanos mientras que el resto de los mortales, meros visitantes, somos conducidos a unas interminables colas para pasar inmigración. Cuando un Estado no cuida a sus nacionales en el acto de volver a su país, mal empezamos. Ahí comienza mi desamor por nuestro Estado.
Tendría muchas más anécdotas con las que colorear este artículo, desde las políticas de discriminación positiva que lleva al acaparamiento de ayudas sociales por parte de los inmigrantes ilegales que albergamos y sostenemos con el rendimiento de nuestro trabajo, al abuso que se hace por parte de los extranjeros del sistema de urgencias hospitalarias. Pero dejémoslo ahí. Lo que toca es solo una cuestión de principios: si el Estado me maltrata, me penaliza y me castiga por ser español y contribuir a sus recursos, ¿cómo voy a amarlo? Sería masoquista, que no lo soy.
El gobierno de Sánchez-Iglesias no está debilitando las instituciones del Estado; al contrario, las está expandiendo y consolidando, aunque esté pervirtiendo el buen funcionamiento democrático al llevarse por delante todo lo que se oponga a sus designios autoritarios, desde la autonomía del poder judicial a la independencia de los medios de comunicación. El Estado debe garantizar que sus ciudadanos vivan seguros y en paz, permitiendo el desarrollo de su vida profesional. Todo lo demás, pertenece a esa visión paternalista de un Estado providencia que todo lo cubre y asegura. Pero la realidad es que el Estado español se está encargando de todo lo que debería serle ajeno, desde cómo debemos mantener a nuestras mascotas, qué comida debemos ingerir, cómo debemos comprar, cómo movernos o qué relaciones sexuales podemos tener. Y todo cuanto se despilfarra en medidas absurda y en vigilar su observancia se deja de invertir en una policía mejor pertrechada y más eficaz, en una educación de calidad, en unas fuerzas armadas capaces o en una sanidad que no se colapse ante cualquier emergencia.
El Estado español no sólo castiga a los españoles, sino que incluso llega a ponernos en situación de riesgo o peligro. Ahí están las rebajas de condena y excarcelaciones de la Ley de Irene Montero y Pam, su locuaz secretaria de Estado, avalada por Sánchez I el deseado mundialmente, o la dejadez frente al yihadismo que se nos cuela por unas fronteras que se han borrado y que sólo sirven para incordiar a los propios españoles y unas mezquitas auténticos focos de radicalización.
Hay que podar las instituciones para poder acabar con el amiguismo y la corrupción. Y para devolver al estado su esencia y eficacia. Ya lo decía Ronald Reagan. «el estado es como un bebé: insaciable por un extremo y absolutamente irresponsable por el otro». Por eso la izquierda ama tanto al Estado. Yo, sin duda, lo prefiero más pequeñito, más cercano y, sobre todo, menos intrusivo. Fortalecer las instituciones debe pasar por asegurar la independencia de los tres poderes; dejar a la prensa libre de injerencias; y tranquilos y seguros a los ciudadanos españoles y extranjeros de bien. Si fortalecer las instituciones es más aparato administrativo, más poder estatal, y menos libertad individual, que conmigo no cuenten. Amo a España, no a su Estado, que no es lo mismo.