Carlos Marín-Blázquez,
A raíz de la gota fría que ha devastado una parte de nuestro país, se ha acusado a quienes osan criticar la acción —o más bien la inacción— del Estado de hacer «antipolítica». Aquí el debate parece escalar un nivel de complejidad, pues el término «antipolítica» apunta a convertirse en la variante sofisticada de esa otra palabra-policía que se emplea para desprestigiar aquellas posturas que se apartan de las versiones oficiales: fascismo. Hoy fascista es cualquiera que levante la voz para denunciar lo obvio: el despiece de la nación, el sometimiento de las instituciones a los intereses del ejecutivo, la ineficacia administrativa, la corrupción rampante… En definitiva, el mal gobierno.
Dado que vivimos en un mundo ligeramente enloquecido, donde el lenguaje se usa no tanto para nombrar la realidad como para rediseñarla a la manera de las fabulaciones orwellianas, puede que valga la pena invertir algo de tiempo en analizar la cuestión. Al afirmar que censurar el proceder de un gobierno es exactamente lo mismo que cuestionar la existencia del Estado, lo que se hace es arrastrarnos a una confusión terminológica trufada de burdas intenciones partidistas. Intentemos escapar de ella a través de las siguientes consideraciones:
Es falso que Estado y gobierno sean lo mismo. El Estado funciona como una maquinaria —hoy día de carácter fundamentalmente burocrático— que el conjunto de la sociedad debe sufragar con sus impuestos. El Estado no es un ente perfecto por naturaleza, pues no es raro que asuma formas degradadas, ineficaces, despóticas o corruptas, dependiendo de la capacidad de gestión y del talante moral de quienes, en cada ocasión, se hallen en los puestos de mando. Es decir, de los gobernantes.
Se puede, por tanto, criticar legítimamente a un gobierno sin que ello implique una crítica al Estado como forma política determinada, pues lo que se se critica es el uso nocivo o desvirtuado que ese gobierno en concreto está haciendo de los recursos inmensos que tiene a su disposición.
El Estado no es la forma definitiva o exclusiva de organización política de una sociedad. Hubo otras a lo largo de la historia y se puede albergar la sospecha razonable de si el peso desmesurado que en la actualidad tiende a ejercer sobre el conjunto de la sociedad no será un síntoma —incluso en los regímenes nominalmente democráticos— de su paulatina deriva totalitaria.
Cuando se afirma que «el Estado somos todos», lo que se pretende es forzar al límite la identificación entre gobierno y Estado de manera que ante, por ejemplo, una catástrofe de dimensiones colosales como la que hemos vivido, los ciudadamos hagamos dejación de nuestro derecho a la crítica y nos manifestemos unánimente solidarios con las personas que ostentan la responsabilidad de enfrentar el desastre, con independencia del nivel de pericia gestora y de sensibilidad humana y social que hayan mostrado en el cumplimiento de dicha encomienda.
Se puede criticar al gobierno y, asimismo, se puede cuestionar la idoneidad del Estado como forma política de organización colectiva, sin que ello constituya motivo para dar por sentado que quien ejerce tal cuestionamiento es un peligroso sociópata, un ácrata antisistema o un execrable fascista. Es más, existe el deber cívico de denunciar el funcionamiento del Estado cuando, en lugar de atender a las necesidades para las que surgió, degenera en un ente al servicio prioritario de la oligarquía que lo explota.
Ya que desde las alturas censoras del moralismo progresista tanto se recurre al «fascismo» como espantajo que conviene agitar cada vez que hay que tapar alguna corruptela obscena o incompetencia clamorosa, debe recordarse que el fascismo podría muy bien definirse como la integración de todo el conjunto orgánico —esto es, vivo— de una sociedad en la estructura mecanicista del Estado. Es decir, declararse virtuoso defensor de lo estatal y, a la vez, tachar de fascista al que muestra su prevención ante las deficiencias o extralimitaciones en que puede incurrir el aparato del Estado es una contradicción intelectual que en modo alguno se sostiene.
Que todos nos hallemos en una u otra medida implicados en el Estado, que reconozcamos sus eventuales capacidades para asegurar una cierta cohesión social y que nos sepamos obligados a su sostenimiento, no significa que «todos somos Estado». De nuevo se fuerza una identificación de peligrosas resonancias totalitarias. Lo que en realidad somos todos es parte de una nación. De ahí que a los enemigos de la nación les guste utilizar el término Estado para solapar así el hecho histórico y existencial de nuestra pertenencia a una colectividad integrada por personas concretas, una entidad política, jurídica y —con diversidad de manifestaciones y lenguas— cultural que, sin pretender ser eterna, encuentra el fundamento de su solidez en los avatares comunes de la historia.
A fecha de hoy, el Estado no garantiza la continuidad de la nación. Antes al contrario, el poder del Estado se puede utilizar —y de hecho se está utilizando— para disolver el tejido social, falsear la historia («La idea de que el pasado se puede remodelar a voluntad es una idea totalitaria», Marcel Gauchet), fragmentar a la ciudadanía, exculpar la sedición, favorecer a unas élites en detrimento de la clase media… En definitiva, es un hecho constatado que el debilitamiento de la realidad nacional conduce a un simultáneo decaimiento de los vínculos de solidaridad entre los ciudadanos, que dejan de reconocerse como partícipes de un espacio comunitario y habitantes de una misma esfera sentimental. No hace falta insistir en que se trata de un proceso que facilita el surgimiento de un orden nuevo, el orden de lo global, que impone un modelo único de tecnocracia (la famosa gobernanza) basado en la indistinción social y cultural y en la perpetuación de la supremacía de unas clases privilegiadas sobre el grueso de una población cada vez más empobrecida y atomizada.
En conclusión, es lógico preguntarse cómo el Estado que, en la situación actual en que lo hallamos, se muestra no sólo incapaz de atender como debería algunas de las necesidades más apremiantes de la gente, sino que se empeña además en el esfuerzo activo de disolver los últimos restos de vida comunitaria, sigue sin ser objeto de un cuestionamiento razonado que fuerce su reforma y haga de él una institución menos onerosa, más eficiente y quizá también más humana. La respuesta, brevemente, sería triple: en primer lugar, sigue a disposición de la clase gobernante una formidable maquinaria coactiva encargada de preservar un —para algunos— lucrativo régimen de intereses creados; en segundo lugar, cabe mencionar el uso que dicha clase tiende a hacer de una propaganda que polariza a la población y moldea el subconsciente colectivo a base de simplificaciones alienantes; y por último, y, puede que más decisivo, el Estado es ahora mismo la única fuente reconocida de la moral. Ello significa que, en ausencia de una brújula que la oriente hacia los dominios del bien, una porción creciente de la sociedad llena el vacío de sentido en el que percibe que transcurre su vida a través de las sucesivas consignas emanadas del poder político. Es en buena medida una moral cuajada de abstracciones y sentimientos autocomplacientes, aunque carente de la constancia y la fuerza vinculante que implica todo compromiso real. Los gobiernos, muy en especial aquellos que hacen ostentación de su sesgo progresista, utilizan el aparato del Estado para, en función de su exclusivo interés, difundir un ideario partidista al que es obligatorio adherirse si se desea merecer el estatus de ciudadano ejemplar. Esto significa, ni más ni menos, la antesala del Estado Total. Un poder sin contrapesos de ninguna especie y que, al proclamarse a sí mismo generador y garante del Bien universal, se desentiende del deber -consustancial a una verdadera democracia- de rendir cuentas ante nadie. En pocas palabras: el aire que respiramos.