LA HABANA — Es un ultimátum de la policía política. Además del éxodo forzoso, la Seguridad del Estado, típico de las dictaduras, exige a los reporteros firmar un documento donde se comprometa públicamente a renunciar al ejercicio del periodismo independiente.
En las últimas semanas 16 periodistas libres del sitio web El Toque han sido amenazados y obligados a dimitir. Desde 2020 alrededor de cuarenta reporteros independientes han emigrado debido al acoso y la represión del régimen.
No importa su tendencia política. Prestigiosos periodistas como José Jasán Nieves, Elaine Díaz, Carlos Manuel Álvarez, Darcy Borrero, Abraham Jiménez Enoa, Jorge Olivera, Mónica Baró, Mauricio Mendoza, Waldo Fernández Cuenca o Yoe Suárez se han marchado del país por no poder ejercer el periodismo independiente en la Isla.
Ninguno era una amenaza para la seguridad nacional. Ninguno reclamaba una intervención extranjera en su patria. Ninguno utilizaba métodos violentos para oponerse al régimen. Su única arma eran las palabras. Describían la realidad de su país y apostaban por el diálogo y el respeto a las diferencias políticas.
La dictadura perdió una oportunidad de oro de negociar una salida a la crisis irreversible del modelo castrista. Se ha exiliado una generación que reclamaba democracia desde una óptica de la izquierda moderna. El régimen desaprovechó la ocasión de una transición suave a una reforma económica y política que de cualquier forma es inevitable.
Han amordazado, encarcelado y desterrado al sector que buscaba una solución pacífica al manicomio político en Cuba. La pésima estrategia de la autocracia verde olivo le abierto las puertas al odio, la revancha y el enfrentamiento.
Es evidente que los gobernantes en la Isla están crispados, desorientados y temerosos. No han analizado de forma correcta el actual escenario. Para ganar tiempo, ha optado por blindar a la dictadura con decretos espurios que le permite sancionar el disenso y castigar la libertad de expresión con multas o prisión.
Es un razonamiento primitivo. Consideran que desmantelando a la oposición y al periodismo sin mordaza apaciguan el descontento social y pueden gobernar más sosegados.
Han cometido un error de bulto. Porque ya la disidencia, y mucho menos el periodismo libre cuya función es describir los acontecimientos, controlan la narrativa contestataria en Cuba. Desde antes del 11J los que reclaman libertad, democracia y reformas económicas reales -no juegos de espejos- es un segmento mayoritario del pueblo.
La guardia pretoriana del régimen cuenta con una legión de soplones e informantes en los barrios, centros laborales y universidades. Conocen el estado de opinión de la gente en la calle que pide abiertamente elecciones libres y un cambio de sistema político.
Las críticas al gobierno y la inoperancia de la economía estatal se constatan cuando usted habla con cualquier persona en una esquina, un taxi colectivo o en la cola para comprar el pan. Por tanto, esa ola represiva para que bajo amenazas emigren periodistas y activistas demócratas no va a cambiar el panorama actual.
Los actores que actualmente confrontan a la dictadura no son disidentes públicos. Es un cubano de a pie que indignado suena una cacerola después de quince horas de apagón o publica una denuncia en su muro de Facebook porque se le murió un pariente por falta de medicamentos o no llegar a tiempo una ambulancia.
Aun no están organizados, no tienen un líder visible ni una hoja de ruta para una futura transición de gobierno. Su descontento se basa en la realidad que viven a diario: casas a punto de derrumbarse, ancianos que no desayunan y no siempre pueden comer una vez al día y padres que no pueden comprarles zapatos a sus hijos para ir a la escuela, entre otros muchos problemas.
Ya agotaron todos los canales institucionales. Nadie los escuchó. Se siente burlados, ninguneados. Entonces deciden alzar la voz. Esa masa crítica opta por emigrar a cualquier parte intentando escapar del caos.
Esa amenaza de cárcel o exilio, de manera sutil, me la transmitió un oficial de la Seguridad del Estado que dijo llamarse Marvin el pasado 5 de julio, cuando una patrulla me condujo a la unidad policial de Aguilera, Lawton, una barriada al sur de La Habana.
En un tono que intentaba ser amable me dijo: “Usted ya pasa de los cincuenta años, debiera pensar en irse a vivir a un sitio, como Suiza, y pasar la vejez tranquila con su familia. La situación económica en Cuba va a demorar en mejorar. No lo veo a usted trabajando en la agricultura o de custodio en una escuela”.
Tuve que sonreír por el sarcasmo. “¿Me está usted expulsando de mi país?, le pregunté y acoté: «Marcharme de mi país es una decisión personal. Le informo que no tengo planes de emigrar. Tampoco de trabajar en la agricultura ni de custodio en una escuela”.
El oficial, en su papel de policía bueno, comentó: “No tengo nada personal contra usted, pero existen leyes que dictaminan entre diez y veinte años de cárcel por hacer lo que usted hace. Escribir para un periódico extranjero”. Respondí: “Haga usted lo que tenga que hacer. No se preocupe por mí. Desde que comencé hace 26 años en el periodismo independiente asumo los riesgos que implican”.
No me han vuelto a citar. Pero en medio de la actual ofensiva de la policía política para acallar a los periodistas libres, tengo claro cuál es mi decisión. Y la hago pública: no voy a marcharme de mi patria. Rememorando a mi amigo el poeta Raúl Rivero, aquí nacieron mis abuelos, mis padres y nací yo.
Cuba no es una posesión del régimen. Aunque gobiernan como si fueran sus dueños.