ESPERANZA RUIZ,
En estos tiempos postumbralianos y chavesnogalistas una echa de menos al maestro Campmany. Sobre todo cuando personajes como Felipe González y Alfonso Guerra vuelven a ser noticia. La columna más descacharrante que he leído en mi vida fue escrita por el insigne murciano. Trataba del caso Roldán, latrocinio que sólo una España bajo la égida de los padres fundadores del clan de la tortilla podía transformar en vodevil. El episodio fue aprovechado por el columnista, quien inventó un diálogo divertidísimo entre el fantasmagórico capitán Khan y las autoridades españolas para la entrega del mangante pesoata, cuya huida le había llevado hasta Laos.
El caso Roldán fue otro más de los múltiples escándalos que afectaron al PSOE e hicieron época. Todo esto parece haber sido olvidado por una prensa, antaño conservadora, que hoy llama «padres fundadores» a los históricos capos del socialismo de Suresnes. Como si esa población parisina hubiera sido la Filadelfia de 1776. Como si Isidoro y «Mienmano» fueran Washington y Franklin, pero sin mandil ni club libertino para élites escogidas (rozo el pleonasmo y la conspiración). Aunque en lo que toca a orgías con prostitutas, algunos socialistas tienen poco que envidiar al inventor del pararrayos.
No idealizo a los fundadores del imperio yanqui, pero sé reconocer la carga simbólica, en este caso positiva, que encierran algunos conceptos. Que se puedan aplicar a González y Guerra, sobre todo desde el diario ABC, es algo curioso. Nadiusko y el canijo reformaron aquello que el dinero alemán y las autoridades del régimen de Franco permitieron. No refundaron el PSOE de casa Labra, lo transformaron en el PSOE de Ramsés y, por el camino, chulearon al Régimen de 1978, que nació para ser chuleado.
Uno de los problemas que tiene la derecha equilibrada, pastoreada por la intelectualidad orgánica, es su capacidad mitificadora. La transición fue todo menos santa y estamos en el lodo de aquellos polvos. A estas alturas, no hay enésimo proyecto reformador, con sus periodistas y profesores de filosofía, que pueda cambiar nada. Cuando algo así interesa al poder, véase el caso de La República en Marcha, lo financia la banca de inversión y se pone de reclamo a un young leader sin gafas de pasta.
Frente al business as usual del Régimen, a la derecha prudente le quedaba, por ejemplo, el acto de partido abierto convocado por el PP el pasado domingo. Feijoo aprovechó que no será investido, tras fracasar su intento de negociación con los nacionalistas, para hacerse el digno y gritar a los cuatro vientos que él no será presidente a costa de la desigualdad entre los españoles. Tras el numerito vernáculo de Sémper en el Congreso —son incorregibles— y los gobiernos de Aznar y Rajoy, la cúpula del partido lloraba como oposición —a ritmo mitinero— lo que nunca le interesó defender como Gobierno.
El PP ha anotado en la cuenta de «su apoyo social» a los españoles de todo pelaje que fueron al acto contra la amnistía y por la unidad de España. Menuda jeta. Aznar, por si quedaba alguien con esperanza, aclaró que no se estaba allí para protestar sino para «expresar convicciones». Esta maravillosa peperada resume a la perfección la razón por la que el PSOE tiene mucho futuro por delante. Los socialistas llevan la iniciativa y a los populares, llenos de remilgos, sólo les preocupa no levantar mucho la voz. No les queda ya ni el aura romántica del perdedor.
Se quejaba César González Ruano, en el ambiente prebélico del 34, de que no oía a nadie hablar de «¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!¡España! ¡España! ¡España!». A buen seguro que las personas que acudieron a Felipe II el pasado domingo tenían esas palabras en el corazón. ¡Qué buen vasallo si tuvieran buen señor!