JOSÉ JAVIER ESPARZA,
Le conocí en los 80. A Fernando. A partir de cierta edad todo es autobiografía, así que no ahorraré la primera persona. Yo hacía entonces la revista Punto y coma bajo la dirección de Isidro Palacios. A Dragó le admiraba mucho porque su Gárgoris y Habidis, con todos sus excesos, me fascinó (o a lo mejor me fascinó precisamente por sus excesos). La cosa es que buscábamos disidentes aquí y allá, y Dragó era el disidente por antonomasia. Entró al trapo con esa alegría taurina tan suya. Montamos un sarao en el palacio modernista de la Sociedad de Autores (qué escalera, por Dios). Llenamos la mesa con gente tan heteróclita como Vintila Horia, maestro del tradicionalismo; Javier Sádaba, altavoz de cierta izquierda radical y Sánchez Dragó, manifiesto de sí mismo. Allí se dijo de todo, frecuentemente contradictorio, y en plena libertad. Eso no fue óbice para que nos llamaran «fachas», que ha sido el sambenito habitual colgado a todo lo que no fuera izquierda pastueña. A Dragó le dio igual (a nosotros, también). Tanto le dio igual que nos confió un espacio, ‘Punto y coma’, en un programa que él tenía en Radio Cadena Española, ‘El mundo por montera’, y por el que recibió un premio Ondas. Fue mi primer micrófono. Hablábamos de Mishima, Jünger y gente así en la radiotelevisión pública española. Sí, ya sé que no me crees, pero eso fue posible en la España de los ochenta.
Después empezó Fernando sus cursos de verano en El Escorial acogido a los pechos ubérrimos de la Complutense de entonces, que también, oh, sí, créeme, era un sitio bastante libre. Y cuando no, Fernando se las arreglaba para que lo fuera. Porque Dragó era, ante todo, eso: un hombre libre. Insobornablemente libre. Por eso el establishment fue dándole de lado. Giménez Caballero —otro que tal bailó— me dijo una vez que él se figuraba a Fernando como un romano, tan romano que incluso se peinaba echándose el flequillo hacia adelante. Sí, es verdad: uno de esos celtíberos feroces que un día bajan del monte y se ponen la toga y se peinan a la romana y se leen la biblioteca de Alejandría (otra de las empresas fernandinas), que sí, pero que debajo de la toga mantienen vivo el aliento montaraz de ese arévaco que Dragó llevaba dentro. Arévaco revoltoso, viajero, gozador, eruditísimo, quijotesco, aventurero, un punto irresponsable, lo suficientemente nómada como para no parar nunca quieto, lo suficientemente sedentario como para construirse su propio paraíso en Castilfrío de Soria, y muy, pero que muy castizo, incluso cuando se las daba de cosmopolita; ese tipo de arévaco romano que se viste de hindú y te da una conferencia sobre el ayurveda sin dejar de ser arévaco ni romano. Yo, verás, nunca fui de la corte de Fernando, que la tenía, y era gente muy estimable. De hecho, discutí con él unas doscientas veces. Pero no me peleé nunca con Fernando porque era imposible, porque le encantaba discutir cuando le pillabas de buenas (discutir es una cosa, pelearse es otra) y porque, al cabo, era un tipo sencillamente adorable que te cerraba una discusión con una sonrisa de pillo y a otra cosa, mariposa.
A lo que voy es a que no podría hacer la crónica de cuántas veces pisé el mismo camino que Dragó, porque el cruce fue continuo. Pisé con frecuencia el mismo polvo que él y, a veces, también los mismos charcos, que es lo que tiene el mucho caminar. En los Encuentros Eleusinos, en la revista El Manifiesto, en la medicina alternativa, en la Fundación DENAES, qué sé yo. Y en la tele, claro, porque varias veces le entrevisté. Y él era siempre el mismo arévaco romanizado. Insobornablemente libre. Insobornablemente libre. Insobornablemente libre. ¿Queda claro? Insobornablemente libre. Que te lo repito tanto, a ti, milennial, porque lo que hoy se echa en falta es precisamente eso. Escritores y eruditos y comunicadores habrá siempre, pero cada vez hay menos gente libre, y aún menos que no se dejen sobornar. Dragó deja muchas cosas en herencia, pero, para mí, la más importante es esa voluntad permanente de libertad personal, de independencia de criterio, de rebeldía soberana ante los yugos de lo políticamente correcto y de esa progredumbre que ahora llaman ‘woke’. Para las beatas del pensamiento oficial, por supuesto, todo eso era provocación y extravagancia, porque esa gente no soporta que uno se salga del redil. Pero no. Se llama independencia. Por eso, sin ser de derechas, acabó en la derecha y por eso, sin ser creyente, tuvo los santos cojones de marcarse un Padrenuestro en la televisión pública de una España que había dejado de ser católica. Eso era Fernando. Deja un profundo hueco. Lo llenaremos con sus libros, que para eso los escribió.