La carta firmada por 25 personalidades pidiendo a Biden el levantamiento de las sanciones y la contrarréplica respectiva de otros 68 compatriotas han levantado una polémica que, si bien ha tenido el efecto positivo de espabilar a una oposición que luce alicaída después del vibrante momento que se vivió con las elecciones de Barinas en enero, también ha contribuido a aumentar la confusión y los malos entendidos en materias que hay que examinar con cuidado.
Lo primero que estimamos pertinente resaltar es que las sanciones son un instrumento antiquísimo de la diplomacia internacional, tan añejo, seguramente, como la política misma. Adentrándonos específicamente en nuestra época, debe destacarse que su uso está previsto en el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, en donde se señala que, en el objetivo de restablecer la paz y la seguridad internacionales, las sanciones “comprenden una amplia gama de opciones coercitivas que no implican el uso de la fuerza armada”, siendo el Consejo de Seguridad el organismo que tiene la responsabilidad de estudiarlas y decidirlas. Se han aprobado alrededor de 30 regímenes de sanciones desde los cincuenta, destacando en los últimos años las de Al-Qaeda y los talibanes y la de la República Democrática de Corea (ambas todavía en plena ejecución).
Lógicamente, la aprobación de sanciones por parte de la ONU ocurre en situaciones verdaderamente excepcionales, pues la existencia del derecho a veto por parte de 5 Estados, hace difícil llegar a acuerdos; podría decirse que éstos ocurren cuando están de por medio casos flagrantes de genocidio (como sucedió en Ruanda) o por su enorme potencial de amenaza y caos al orden internacional (los casos anteriormente mencionados de Al-Qaeda y Corea del Norte).
Ahora, es obvio que cualquier país puede, en aras del cumplimiento de sus objetivos de política exterior, y ante cualquier conflicto o amenazas en puertas, aplicar sanciones por cuenta propia. Es lo que sucede, en estos momentos, con Estados Unidos, la Unión Europea y otros miembros de la comunidad democrática internacional, que decidieron aplicar drásticas medidas contra Rusia por la invasión de Ucrania. En este caso era imposible acudir a la ONU porque el Estado agresor, Rusia, es precisamente uno de los países con derecho a veto (lo cual no evitó de todas formas que fuera expulsada del Consejo de los Derechos Humanos por aplastante mayoría, y condenada en senda sesión de la Asamblea General).
El caso de Rusia, por lo patético y delicado que es, nos sirve para ilustrar uno de los rasgos de las sanciones, que aplica perfectamente a las situaciones de Venezuela, Irán o Nicaragua, todos países a los que Estados Unidos y otras naciones democráticas aplican sanciones: por regla general ―y por su propio carácter, que señalamos al inicio― no buscan derrocar a gobiernos o regímenes, sino contenerlos, o inducir cambios en sus políticas internas o externas, y propiciar transiciones pacíficas. De hecho, estos son los fines que reconoce, de alguna manera u otra, la propia Carta de la ONU, y que se hacen explícitas en las resoluciones del Consejo de Seguridad cuando se aprueba un régimen de sanciones: “prestar apoyo a las transiciones pacíficas, disuadir de la implantación de cambios no constitucionales, poner coto al terrorismo, proteger los derechos humanos y promover la no proliferación de las armas nucleares”.
Todo lo anterior nos lleva a precisar que no es correcta la afirmación, puesta en boga al calor del debate, de que las sanciones al país (esto es, al régimen y sus funcionarios) habrían fracasado “en el objetivo de tumbar al gobierno”, pues, sencillamente eso no es el propósito que procuran las sanciones, ni cuando son política de la ONU ni cuando son políticas de un Estado en particular. Quizás, en descargo de quienes utilizan este argumento, pueda decirse que la gestión de Trump contribuyó a arraigar inadecuadamente esa idea, pues, aparte de profundizar y extender las sanciones (las cuales Biden ha continuado, contra todo pronóstico) manejó recurrentemente la posibilidad de una intervención armada, creando así la impresión de que las sanciones, de alguna manera u otra, solo preparaban el terreno para una medida de fuerza.
Sin embargo, tanto en las gestiones de Obama ―quien aprobó las primeras sanciones en 2015― como en la actual de Biden, ha estado muy claro que las sanciones no buscar derrocar al gobierno sino apoyar una transición pacífica, así como el cese a las violaciones constantes de los derechos humanos y otros notorios menoscabos a la democracia como sistema de gobierno (objetivos, por lo demás, que han estado claramente proclamados en todos los procesos de negociación emprendidos, incluyendo el de México). Es erróneo, en definitiva, evaluar la eficacia de las sanciones utilizando el criterio de lograr una especie de “derrocamiento exprés”.
En cambio, otra cosa pasa si evaluamos las sanciones de acuerdo con los propósitos verdaderamente planteados. Si bien es cierto que no se ha avanzado en el proceso de transición, está claro que el régimen al menos ha admitido la necesidad de realizar cambios significativos que allanen el camino hacia allá, al punto de suscribirlos formalmente, como está señalado en el Memorándum de Entendimiento de México: eso es un pequeño avance. Asimismo, desde 2016, la economía ha ido migrando a un sistema de libre mercado, alejándose del modelo estatista y socialista que llevó a la ruina al país, llevando a la pobreza a casi 90% de la población y ocasionando uno de los procesos migratorios más grandes del mundo en las últimas décadas.
Por otra parte, el gobierno hizo el año pasado unas tímidas concesiones con vistas a las elecciones de noviembre; aunque ―ciertamente― no pasó mucho tiempo para que volviera a sus andadas y arrebatos, al suspender la Mesa de Negociación mexicana, y, más recientemente, eligiendo un nuevo TSJ violando importantes pautas legales y constitucionales. Desde nuestro punto de vista, estos retrocesos, que apuntan aparentemente a una especie de migración al modelo chino ―libre mercado + régimen autoritario― ameritan una respuesta firme de la comunidad internacional, manteniendo las sanciones hasta que se cumplan los acuerdos planteados en la negociación.
Esto no excluye que, en la medida que se produzcan concesiones y gestos concretos, se levanten sanciones puntuales en el plano económico, por ejemplo. Las sanciones de carácter institucional, en fin, no deben verse como una cuestión de principios ―como se desprende de la postura de algunos sectores radicales de la oposición― sino como un instrumento flexible, sujeto a revisión en la medida que se produzcan avances parciales en el camino complejo de la transición.
Fuente: El Nacional