ASDRÚBAL AGUIAR,
En la perspectiva de quien analice la realidad venezolana desde el ángulo de su calendario electoral presidencial, que vence el 28 de julio, día onomástico del fallecido Hugo Chávez Frías, o de quien, a la manera de Manuel Rosales, hombre con rostro de mármol que ha inscrito su candidatura en el último minuto, para salvar “su” tarjeta partidaria y sin haber participado en las elecciones primarias precedentes, la corrección política les dirá que votar o no es un derecho político personal, así no se pueda elegir. Se dirán a así que se trata de un acto de libertad, dentro de un orden que, incluso siendo deficiente como el venezolano, todavía les facilita comicios y con ello la experiencia de la democracia, así sea muy limitada.
Creerán, además, que algo cambiará esta vez, cualitativamente, con relación a las elecciones presidenciales de 2018 – internacionalmente desconocidas y en las que se abstuvo la mayoría electoral para no hacerle comparsa a la burla de Nicolás Maduro. Podrán argumentar y de hecho lo hacen que, las de ahora, sin que sean cabalmente democráticas, cumplirán con el ritual de los Acuerdos de Barbados. Dejarán satisfechos a los observadores internacionales. Ergo, facilitarán que se le levanten las sanciones económicas impuestas al mismo Maduro y sus colaboradores, pues la sufre Venezuela y así podrán los venezolanos vivir mejor.
No es azar que Eduardo Fernández, quien se inmola ante el país para defender a la democracia tras el golpe de Chávez Frías contra Carlos Andrés Pérez, esta vez y antes de viajar al extranjero, proponga un “pacto de Estado” con los causahabientes de aquél, responsables de la comisión crímenes de lesa humanidad. Para que podamos todos, se dirá para sus adentros, «vivir bien», que es distinto a tener una «vida buena», virtuosa.
Me pregunto y pregunto, si ¿son válidas estas perspectivas, en una dictadura que no es tal y que tampoco es una tiranía o autocracia absolutista, menos militarista por no ser institucional como si lo fueron las dictaduras militares del Cono Sur latinoamericano?
Lo primero de observar, en el caso de Maduro, es que es un «despotismo iletrado» genuino. Y preciso el término, para que mejor se entienda. El despotismo expresa la relación entre el patrón y sus esclavos cuyo ejercicio de dominio desafía códigos, leyes y costumbres, sean políticas o morales e incluso las relativas a la decencia humana.
Maduro no solo ha despedazado a la república y sus Fuerzas Armadas, haciendo de ambas una caricatura, una simulación. Ha desmaterializado al orden constitucional militar-cívico de 1999. Lo que es más grave, ha pulverizado a la nación que formamos los mortales nacidos en territorio venezolano, hoy en diáspora y víctimas del castigo de ostracismo que se nos impone para sobrevivir. Al pueblo venezolano, que no a las élites políticas y empresariales funcionales al despotismo, se les ha irrogado un severo daño antropológico, en lo familiar, lo individual y como sociedad. Son datos objetivos y de la experiencia, pero se omiten en los análisis. Se insiste, aviesamente, en los paralelismos con las transiciones de países cuyos órdenes constitucionales de facto o segregacionistas se sostenían sin falsificárselos. Eran inhumanos, pues conjugaban a favor del Estado o el dictador. Pero el despotismo es, antes bien, el reino de la arbitrariedad y el asalto, todavía más en un contexto de deconstrucción ética y cultural como el característico de Occidente en el siglo que avanza.
¿Puede ejercitarse la ciudadanía, pregunto y salvo que se sufra de una severa distopía, en el marco de una república imaginaria como la venezolana, donde está ausente la nación por deconstruida y en diáspora, en un contexto que casi recrea – permítaseme la metáfora – la escena de nuestros indígenas a la llegada de los adelantados españoles durante la conquista? Vagamos como nómades los venezolanos por selvas posmodernas, sin una Torá a cuestas, sin ataduras ni amarras de afecto que nos aproximen sino de tristezas en soledad, signados, sí, por los enconos y la desconfianza, con padres y hermanos separados en lo interno y sus integrantes en procesión, por el Darién.
Creo y sostengo a pie juntillas que Venezuela se encuentra en fase de resurrección, en el marco de un proceso en el que el ejercicio electoral es sólo una pequeña circunstancia. Y aquí debo señalar que, agobiado y esquilmado el pueblo – lleno de angustias por las carencias humanitarias a las que ha sobrepuesto el dolor provocado por el desarraigo y la disolución de la venezolanidad en dispersión – tras su aventura “revolucionaria bolivariana”, tras el gran engaño y habiéndose acostumbrado a vivir en libertad entre 1959 y 1999, en 2024 encontró al rostro sin máscara que le interpreta con autenticidad. Y vuelvo a lo metafórico, pues imagino al hijo que anda en busca de su madre para pedirle protección ante el desamparo y el atropello, pidiéndole que le regrese al útero hasta que se suceda otro parto, en una hora menos aciaga.
Es ese el significado del fenómeno inédito de María Corina Machado, mujer y madre, tras 25 años en los que una consigna sin alma – la Unidad – secuestró a la nación, renovó la inhumana tesis «cesarista», la que aún mira al pueblo impreparado para el bien de la libertad y que debe de ser tutelado, y facilitó así la entronización despótica.
Es esa igual empatía que, a la vez, generado Corina Yoris, madre y abuela, que mirando al pueblo en sus ojos le anima para que luche `por sí mismo, tomando a la excelencia de vida como bandera y propósito y como desafío frente al despotismo que le ha condenado, irrespetándole su dignidad.
Es el de las «Corinas» un hecho de hondo calado ético y antropológico, que hará historia y cuyos activos mal pueden transferirse como si fuesen objetos, o de votos que se reparten a conveniencia entre los oficiantes del narcisismo político venezolano. Se ha iniciado otro ciclo en Venezuela, que llena de terror a sus destructores.