sábado, noviembre 16, 2024
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Héctor Faúndez: Las horas tristes de la democracia

En noviembre de 1975, el dictador chileno Augusto Pinochet viajó a Madrid, para asistir a los funerales de otro dictador, Francisco Franco, en medio de las protestas de la clase política europea. Otros mandatarios europeos se negaron a asistir a las ceremonias oficiales de entronización del rey Juan Carlos, si para ello tenían que compartir con un tirano. Inmediatamente después del entierro de Franco, por encargo del futuro rey Juan Carlos, funcionarios del protocolo español le preguntaron directamente a Pinochet: “¿Cuándo se va Ud.?” No querían que, en la inauguración de lo que sería la transición a la democracia, hubiera nada que pudiera empañar esa ceremonia. ¡Sólo tres días después de su llegada, Pinochet debió abandonar Madrid, en medio del desprecio público! Cuando se quiere impulsar los valores de la democracia, sería hipócrita sentarse a la mesa con quien representa todo lo contrario, a menos que el propósito de esa reunión sea, precisamente, poner fin a la dictadura. Pero, en América (ese continente que va de Alaska a la Patagonia), parece que no lo acabamos de entender, o no lo tenemos suficientemente claro.
Cuando la era de las dictaduras militares en el Cono Sur de América Latina ya parecía superada, hay signos desalentadores que indican que, de nuevo, el viento está soplando en dirección contraria a la libertad. No me refiero solamente a Cuba, Nicaragua y Venezuela, esas tres dictaduras enquistadas en el corazón de América Latina, que cada día se hacen más fuertes, que sólo se sostienen en el poder militar, que siguen torturando y encarcelando a sus ciudadanos, y que no tienen la menor intención de entregar el poder a quien es el depositario de la soberanía. También hay otros signos preocupantes.
Por una parte, hay un grupo de países con gobiernos democráticamente elegidos, como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, El Salvador, Honduras, México o Perú, inclinados a un populismo de izquierda o de derecha, unido al latrocinio más escandaloso de los recursos públicos, y que ha resultado desastroso para sus pueblos. Algunos de esos gobiernos han sido más que condescendientes con las dictaduras del continente. Otros –como Bolsonaro y Bukele–, alejados de esos proyectos políticos, han socavado igualmente las instituciones democráticas. En cuanto a Chile, su nuevo presidente todavía es una incógnita en cuanto a su compromiso con la democracia; pero el proyecto de Constitución elaborado por la Asamblea Constituyente chilena –lleno de disparates e insensateces– no presagia nada bueno para la estabilidad política y social de esa nación, por no mencionar la amenaza que supone para su integridad territorial, y lo que significa la propuesta de “sistemas de justicia” diferentes para unos y otros. Por otra parte, preocupa que países como Colombia, que tiene elecciones en los próximos días, pudiera unirse a la corriente chavista-madurista que recorre el continente, que ha empobrecido a nuestros pueblos, que ha recurrido a la violencia como forma de hacer política, que utiliza bandas armadas para agredir a quienes le adversan, y respecto de la cual hay indicios no desvirtuados de sus vínculos con el narcotráfico y con la guerrilla. Respecto de los Estados Unidos, parece innecesario hacer algún comentario sobre la amenaza que Donald Trump significa para la democracia y la libertad de ese país. Lo que hoy se puede apreciar no es alentador.
Hizo bien el presidente Biden en no invitar a la Cumbre de las Américas a los gobiernos que han hecho escarnio de la democracia. Lo contrario hubiera enviado la señal equivocada, sugiriendo que da lo mismo reunirse con gobernantes legítimos que con aquellos que mantienen las riendas del poder a sangre y fuego, en contra de la voluntad de sus pueblos. No es igual dialogar con un sátrapa, con las manos manchadas de sangre, que con un hombre de Estado que está pensando en la próxima generación. Pero sorprende la reacción de varios países de la región frente a esa medida absolutamente coherente con los valores que decimos defender.
Que, en solidaridad con sus socios del ALBA, Bolivia y Honduras decidieran no asistir a la Cumbre de las Américas es meramente anecdótico. Que, por las mismas razones, no asistiera Guatemala es indiferente. Que el presidente de México fuera el jefe de esa comparsa, y que él se haya puesto en un pie de igualdad con los sarracenos –por no decir con los equivalentes contemporáneos de Hitler o de Stalin–, tampoco resulta sorprendente; pero sí es preocupante, por la salud de la democracia en el continente, que el actual gobierno de México se haga cómplice de las atrocidades cometidas en el continente americano. De haber vivido en los años setenta, cuando florecían las dictaduras militares en el Cono Sur y en Centroamérica, y de haberle tocado a López Obrador ser el anfitrión de una Cumbre de las Américas, ¿hubiera invitado a Pinochet, a Videla o a Ríos Montt? ¿Será que para López Obrador hay dictaduras buenas y dictaduras malas? Al canciller de México, el señor Ebrard, le inquieta que el bloqueo de Cuba pueda ser un freno para el turismo internacional. Pero es alucinante que éste sea el principal motivo de su preocupación respecto de Cuba, cuyos ciudadanos no tienen el derecho de irse o de quedarse, y no tienen ni los recursos económicos ni la libertad para hacer turismo. ¡Por algo dicen que la diplomacia es el arte de mentir en nombre de la patria!

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