Hace un siglo, la mayor parte de los españoles adultos era analfabeta. Por tanto, la información, a través, de la letra impresa llegaba, solo, a una escuálida minoría. Empero, esta se encontraba al cabo de la calle. Se publicaban muchos periódicos, revistas y libros. Además, esa clase ilustrada y, mayormente, ociosa tertuliaba de cutio en salones, cafés, botillerías, paseos, etc. Los periódicos contenían artículos largos y las noticias “hinchaban el perro” con los telegramas que recibían.
Desde los tiempos de nuestros abuelos o bisabuelos, el espectáculo de la información ha dado un vuelco. Ahora, las noticias, comentarios y artículos nos llegan en incesante cascada, a través, de los archiperres internéticos, aparte de la radio y la tele. Las piezas informativas suelen ser breves, incluso, mensajes o titulares. Hemos ganado en cantidad y variedad de información, aunque hay pocas ocasiones de tertuliar con los amigos, vecinos o parientes. Pero, las personas del común se intercambian datos y opiniones de forma continua.
Se echan de menos más artículos explicativos para entender la confusa realidad. La profusión de mensajes cortos y de titulares resulta insuficiente; nos deforma el mundo que nos rodea. No digamos, si todo ello confluye de manera intencionada como propaganda.
Los chamanes, brujos o arúspices los suplimos hoy con las distintas tribus de expertos
No es, solo, el incesante caudal de mensajes y titulares. Lo grave es que se tiende a destacar lo llamativo, lo insólito, lo extravagante. Puede llegar a una cierta deformación de la realidad. El resultado sería un remedo de las ferias antiguas, donde se exhibía la mujer barbuda y otros tipos raros.
En todas las sociedades, ha habido, siempre, algunos singulares individuos con la misión de interpretar el mundo para los demás. En nuestro tiempo, disponemos de distintos profesionales que realizan esa valiosa tarea. Los medios de comunicación nos proporcionan todo tipo de noticias o sucesos. Pero, como digo, se suelen quedar cortos a la hora de interpretar lo sucedido y, no digamos, la probable evolución de los acontecimientos. Es lo que se llama “análisis”, una operación que, normalmente, se queda corta.
Nada hay, realmente, nuevo bajo el Sol. Lo que parece una radical novedad, suele encontrar precedentes
Aunque parezca mentira, no existe una carrera para aprender a analizar la información sobre el mundo. Es, más bien, tarea de aficionados o de unos pocos profesionales especializados, cada uno en su campo particular. En los comentarios sobre los espectáculos deportivos o en la meteorología, parece que hay conocedores más avezados. La escasa presencia de los modernos equivalentes de los chamanes, brujos o arúspices la suplimos con las distintas tribus de expertos; por ejemplo, los médicos, los científicos o los economistas. Algunos de ellos se introducen en la Administración Pública con el rango de “asesores” o como funcionarios de los gabinetes de estudios. En los medios de comunicación, se les asigna el viejo título de “columnistas”, aunque el término no quede muy claro.
El arte de interpretar la información, los sucesos nuevos, se atiene a unas pocas reglas de sentido común: (1) Nada hay, realmente, nuevo bajo el Sol. Lo que parece una radical novedad, suele encontrar precedentes. (2) Una adecuada explicación se apoya en la correspondiente metáfora o comparación. (3) El sesgo más corriente de las interpretaciones es anticipar los sucesos futuros que interesan al público o a los que mandan (wishful thinking). La cuestión es no alarmar mucho a la población.