Pasarán días, meses y años analizando las consecutivas derrotas de los líderes anti-izquierdistas en Iberoamérica y siempre saldrán a flote varios argumentos: Ignorancia de los electores, fraude electoral, la prensa en contra, los apoyos internacionales, entre otras cosas.
Pero ¿En algún momento nos daremos cuenta de que las alternativas a la izquierda chavista se han revelado insuficientes y sin fuelle a la hora de la verdad? ¿Puede culparse eternamente a las campañas electorales y a los fraudes de esta seguidilla de caídas de gobiernos anticomunistas?
¿No va siendo hora ya de fijarse en el desempeño y en la gestión de quienes se han alzado con el poder contra la izquierda, pero han sido incapaces de mantenerse más allá de un período presidencial, y a veces hasta menos?
¿Ausencia de proyecto?
Lo primero que salta a la vista es la ausencia casi absoluta de propuesta alternativa frente a la desgraciada tesis de las “venas abiertas de América Latina” que propugna la izquierda a lo largo y ancho de la región. El martirologio, la leyenda negra, el victimismo y las culpas del capitalismo, a pesar de quedar perfectamente establecido que si en un lugar el capitalismo ha sido de Estado y sin libertades económicas, es en los mismos países donde reinan casi sin remedio las ideas socialistas.
¿Qué se plantea como alternativa? Todo indica que no basta con declararse anticomunista, ni anticastrista o antichavista. No basta con decirse demócrata, a estas alturas con la democracia requiriendo ser repensada. Si se revisa caso por caso, la mayoría de los liderazgos que se han asomado contra el socialismo del “siglo XXI”, descansan sobre planteamientos personalistas, sin argumentación ideológica o siquiera un programa que vaya más allá de lo electoral. En el peor de los casos, el tema del relevo termina convirtiéndose en un obstáculo para galvanizar incluso un movimiento, un partido o una corriente siquiera que perdure en el tiempo.
Se puede ver en el primer movimiento que se creyó alternativa frente a la desgracia socialista. Cuando Álvaro Uribe Vélez parte en dos el escenario político colombiano llevándose la mitad del liberalismo y la mitad de los conservadores, pudo haberse construido una alternativa real de poder que perdurara en el tiempo. Pero he aquí el gran problema: no se ha superado ni el mesianismo, ni el caudillismo. No hubo entonces un movimiento político sino un anodino uribismo que, además, se verificó desatinado cuando en dos oportunidades la mano del líder señaló a un sucesor o abanderado que no hizo otra cosa que dilapidar todo el capital logrado en los ocho años de gestión de Uribe contra la narcoguerrilla y de combate sin cuartel contra la infiltración chavista.
Para quienes no lo recuerdan, Uribe le quitó el sueño a Chávez por ocho años. ¿Todo para qué? Para dejar como sucesor al infiltrado más grande la historia colombiana al mando del país. Con Santos, el uribismo se permitió darle el control del país a un aliado de la narcoguerrilla, del castrismo, del chavismo y del narcotráfico, al cual por comisión o por omisión se le permitió ganar el terreno que se le había quitado en los ocho años anteriores.
El Nobel de la Paz es suficiente garantía de su carácter infame, visto el listado de recientes laureados. La “paz” con las FARC, es otra de las grandes desgracias que el candidato y ex ministro de Uribe dejó en herencia al otro uribista, Duque.
De Duque solo hay que decir que su desempeño fue lo suficientemente mediocre como para dejarle la puerta abierta a Petro.
¿Qué es el uribismo hoy? Nada más que un club de fans, de acólitos del expresidente. Desde el punto de vista político, ineficaces, desde el punto de vista ideológico, acomodaticios.
Un virus continental
Donde dice uribismo diga macrismo, fujimorismo, trumpismo. Ahora, bolsonarismo.
Es el mismo fenómeno, aunque forzamos la presencia de Trump en este análisis a pesar de no ser parte de Hispanoamérica. Pero es que no se trata ya solo de la región, sino que entramos en el terreno de la incapacidad para trascender al líder circunstancial, sumado además a la ingenuidad de quienes toman el poder creyendo, de verdad, que se enfrentan a unos simples políticos con suerte y poder de convocatoria y no a una pandilla de mafiosos.
Estamos hablando de ingentes recursos provenientes de los negociados que hacen en el poder, puestos a la disposición de su permanencia en el cargo. Compra de conciencias. Compra de medios, de líneas editoriales, de grandes conglomerados. ¿No previó Trump, siendo además un líder nacido en el sector empresarial de los EE.UU. que las fuerzas centrípetas cuyos intereses estaban del lado del mal, iban a coludirse en su contra? ¿Pensó de verdad que bastaba con su carisma o con su permanente agitación de la opinión pública con discursos?
¿No sabía Macri que se enfrentaba a la mafia asquerosa del peronismo, una asociación para delinquir donde la dirigencia se agrupa según los delitos cometidos a su paso por el poder? ¿De verdad Jeanine Añez pensó que sacar a una organización de narcotraficantes del poder ameritaba que confiara a ciegas en una casta militar que desde hace más de cincuenta años es aliada del narcotráfico? ¿Piñera creyó de verdad que buscar regresar a la presidencia una y otra vez con ese sistema de reelección interrumpida desgastante, no iba a darle a la izquierda la oportunidad de montarse sobre la ola del hastío y parir desde sus entrañas a ese mamotreto llamado Boric?
No parece ingenuidad sino incapacidad. La confianza extrema en los discursos polarizantes que se viralizan en redes, pero que no permiten construcción de movimientos políticos sólidos. La sustitución de la política por el marketing. El escándalo de tertulia de televisión del corazón llevada a la política, donde creen ganar dando la mayor cantidad de herramientas al enemigo librando batallas perdidas en temas donde no hay ya nada que decir, cediendo el terreno a lo realmente sustantivo.
Presentarse como enemigos de tal o cual agenda real o imaginaria, sin presentar una agenda alternativa. Gritar contra la corrupción del contrario pero dejarlos vivos con actuaciones al margen de la ley que al final permiten la impunidad, como vimos con Hillary Clinton, con Biden y su hijo, con Lula, con Petro, con Evo Morales y pare de contar.
Y permitir que se entregue el control de las elecciones a empresas sumadas al bando del mal, negarse a ver el entramado y salir después a quejarse del fraude electoral que ellos mismos permitieron al callar cuando empresas fraudulentas se apoderan de votaciones, escrutinios y totalizaciones de votos. ¿De qué vale llorar por un fraude cuando no pueden demostrarlo, pues las empresas fraudulentas que ellos permitieron actuar, han borrado todas las huellas? No solo borran las huellas del fraude, sino que se garantizan entes electorales y poder judicial lo suficientemente infiltrados que pasan por alto cualquier reclamo.
Pero de nada vale reclamar después que el tren pasó y los arrollo. La incapacidad para ver el peligro, estando en el poder ha sido la marca común en la caída de los gobiernos anticomunistas.
Ante esto, solo queda entender que los malos no ganan por ser mejores, sino porque quienes los enfrentan son profundamente incapaces a la hora de construir consensos, movimientos sólidos y con agenda precisa que aglutine a su alrededor. Y sin duda los discursos escandalosos que no mueren en la campaña, sino que continúan ad infinitum, son al final la guinda de la torta.
Cuando se entienda que no se trata de claudicar, sino de gobernar con sensatez como ha empezado a hacer Meloni en Italia, se podrá empezar a construir proyectos con mayor solidez.
Pero en este momento los malos han ganado la partida. Y lo han hecho unidos, como uno solo. Basta solo ver a Zapatero al lado de Lula o a Monedero al lado de Petro para entenderlo, a ambas orillas del Atlántico.