Marco Rubio,
“Es necesario legislar y aprender al mismo tiempo”. Esta broma reciente del senador Richard Blumenthal resume cómo algunos en el Congreso están abordando el tema de la inteligencia artificial (IA, por sus sigla en español). Para evitar que los programas informáticos de próxima generación causen estragos en la sociedad estadounidense, esta facción quiere promulgar una regulación integral a “la velocidad de la luz”.
Este enfoque es comprensible en la medida en que reconoce el impresionante poder de la IA y el deber de los legisladores de mitigar el abuso de ese poder. Pero también lleva la huella de un error clásico del pensamiento de la izquierda liberal: la noción que actuar siempre es mejor que la inacción, incluso cuando no tenemos idea de lo que estamos haciendo. El filósofo político J. Budziszewski tilda esto como la “falacia de los gestos desesperados”. Yo lo llamo un desastre.
Seamos claros: el gobierno federal tiene un rol legítimo y necesario en la regulación de las tecnologías emergentes, y la IA no es la excepción. Si algo nos han enseñado los últimos años es que los intereses de las entidades privadas y los intereses de la nación no siempre están alineados. Las empresas de tecnología pueden y buscarán obtener ganancias a través de desarrollos de inteligencia artificial, pero le corresponde al Congreso garantizar que esos desarrollos no se produzcan a expensas de EEUU. Nadie más hará ese trabajo por nosotros.
Sin embargo, dejemos también claro que el Congreso, el cual el senador Blumenthal caracteriza correctamente como un organismo que “opera a la velocidad de la melaza en climas bajo cero”, no está en condiciones de regular de manera integral a la IA. “Hay algunos senadores que todavía no saben deletrear IA”, bromeó el senador Mark Warner a principios de este año. De hecho, pocos legisladores habían pensado mucho en el tema antes que ChatGPT apareciera en los titulares. Además, la tecnología está cambiando tan rápido que los informáticos a duras penas tratan de seguirle el ritmo, imagínense los políticos.
Si ignoramos estos factores e intentamos una regulación integral de todos modos, es probable que suceda una de tres cosas. La primera es que, por un extraño accidente o providencia divina, la regulación tendrá éxito y EEUU cosechará los beneficios de la revolución de la IA sin sufrir excesivamente sus desventajas. Desafortunadamente, esto es tan probable como que Vladimir Putin reconozca que se equivocó al invadir injustificadamente a Ucrania.
La segunda posibilidad, y probablemente la más probable, es que el Congreso utilice el pretexto de regular para proteger y potenciar intereses especiales. Teniendo esto en cuenta, el apoyo por parte de Silicon Valley a la regulación de la IA es un motivo legítimo para preocuparnos. No debería sorprendernos que Mark Zuckerberg y Elon Musk quieran que el Congreso haga de árbitro para ellos, porque Facebook y Twitter se encuentran entre las empresas mejor posicionadas para navegar y beneficiarse de la regulación. Pero deberíamos sospechar de cualquier intento de algún legislador de delegar decisiones legislativas a “expertos de la industria” con intereses encontrados.
El tercer resultado posible de una regulación integral de la IA, no excluyente del segundo punto, es que el Congreso sea demasiado duro, sofoque la innovación nacional y transfiera la ventaja tecnológica a nuestros adversarios. Este sería el peor resultado de todos, porque la IA tiene la capacidad no sólo de dinamizar la economía, sino también de revolucionar la seguridad nacional, y la carrera está entre EEUU, China, Rusia y otros para tomar la delantera.
Imaginemos un mundo en el que el Ejército Popular de Liberación esté meses o incluso años por delante del Pentágono en el ámbito de la IA. Estaríamos a merced de las campañas de influencia, la manipulación del mercado y la interferencia electoral de la próxima generación. Y en caso de conflicto, nuestros hombres y mujeres de las fuerzas armadas estarían en una grave desventaja táctica. No digo esto para asustar a la gente, sino para aclarar lo que está en juego y cuánto podría costarnos el implementar una legislación demasiado apresurada.
Repito una vez más, este no es un argumento en contra de la regulación total. La IA es como cualquier innovación tecnológica en nuestra historia: la medida en que la IA causa el bien en vez del mal depende de los límites dentro de los cuales la sociedad le permite desarrollarse. Pero en esta etapa inicial, sería una tontería pensar que estamos cerca de tener la última palabra sobre el tema, o que sería beneficiosa para EEUU. En pocas palabras, tenemos que saber qué juego estamos jugando antes de poder escribir sus reglas a nuestro favor.
Hay algunos próximos pasos de sentido común, como prohibir las transferencias de tecnología y las empresas conjuntas con adversarios extranjeros, como China o tal vez exigir la divulgación de contenido generado por IA. Más allá de eso, sin embargo, deberíamos dejar la “velocidad de la luz” a los informáticos y trabajar como pretendían nuestros Padres Fundadores: cuidadosa y metódicamente. Puede que no sea eficiente, pero no requiere pretensión y mantiene a raya consecuencias drásticas no deseadas.