ndaba en Chile el Partido Demócrata Cristiano que llegaría al poder con un programa basado en esos dos pilares. Y un año antes, en enero de 1956, había comenzado el gobierno de Juscelino Kubitschek, con quien parecía iniciarse el despegue definitivo de Brasil hacia el desarrollo.
A pesar de tan buenas expectativas, no tenía entonces América Latina un proyecto regional común. Comenzaba a desarrollarse más bien el de Europa, que trataba de olvidar odios seculares y reponerse de la terrible destrucción causada por la guerra mundial. Pero, mientras en el viejo continente, que no conoció la paz en los dos siglos anteriores, se ha avanzado mucho en el establecimiento de una Unión política y económica, en América Latina todavía no se pone en marcha un ensayo serio de integración. Habría que aclarar que nunca se ha intentado con voluntad de realización. Durante la época colonial, poca o ninguna relación existía entre las provincias dependientes de España y las que lo eran de Portugal. Y cada una de aquellas se comunicaba –y sobre todo comerciaba– directamente con la Metrópoli. Sólo en los tiempos finales se inició la creación de grandes entidades que podrían agruparse para su defensa.
La independencia –objetivo de los “españoles americanos” (Viscardo)– se alcanzó mediante procesos impulsados desde varios centros. Sólo Miranda y Bolívar formularon proyectos concretos de integración. Pero, los gobernantes de los estados surgidos de la emancipación poco interés mostraron en continuarlos: se preocuparon más por fortalecer sus poderes al frente de pueblos que se sentían diferentes, aunque compartieran características esenciales. Medio siglo después, la conveniencia de incrementar las relaciones comerciales para obtener beneficios económicos los llevó a establecer organismos de interacción. El impulso vino del vecino del Norte, beneficiario mayor del proceso. Por eso, el primer organismo creado fue una “Oficina Comercial”. A poco los temas políticos se incorporaron a la agenda. Con todo, la Unión Internacional de Repúblicas Americanas (1889), la Unión Panamericana (1910) y la Organización de Estados Americanos (1948) han sido primordialmente espacios de diálogo, de discusión de diferencias y solución de conflictos, de coordinación de programas específicos.
La Carta de Bogotá fijó algunos principios sobre el propósito y funcionamiento de la sociedad política (“la misión histórica de América es ofrecer al hombre una tierra de libertad y un ámbito favorable para el desarrollo de su personalidad”) y sobre los derechos humanos (que se señalaron en Declaración especial). Constituirían las bases de la Organización creada como foro de diálogo multilateral para propiciar la paz, la solidaridad y el desarrollo regional y contribuir a la solución de los conflictos (para lo cual se consideró “condición indispensable el ejercicio de la democracia representativa”). Sin duda, esos textos reflejaban el espíritu dominante en los años posteriores a la guerra mundial. En 2001 la Carta Democrática precisó: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla” (norma que se ignoró en 2009 al dejar sin efecto la exclusión de Cuba, acordada en 1962).
Han pasado casi 75 años del reconocimiento de aquellos principios cuya realización implicaba una gran transformación, pues no toda América era espacio propicio para las prácticas democráticas. Curiosamente, eran pocos los gobiernos democráticos en la región: se trataba en su mayoría de dictaduras y hasta en algunos casos de verdaderas tiranías (como las de República Dominicana, Nicaragua o El Salvador). Al poco tiempo, golpes de estado interrumpieron los procesos de Perú y Venezuela y la violencia abrazó a Colombia. Para 1957 sólo en Uruguay y Chile funcionaban democracias estables (con décadas de antigüedad). En otros cuatro países (Ecuador, Costa Rica, Bolivia y Argentina) los ensayos eran más recientes. Aunque la situación mejoró con el tiempo, algunas dictaduras permanecieron muchos años en la Organización (como en los inicios las del Caribe y más tarde las militares del Sur). En realidad, aún hoy, la democracia es una promesa incumplida en América Latina.
En la oleada libertaria de finales de los años ‘50 se conformaron los sistemas democráticos de Colombia y Venezuela, que de inmediato debieron enfrentar, casi solos, tanto dictaduras militares como la furia expansionista de los revolucionarios cubanos. Su triunfo había hecho creer a muchos que era posible implantar el socialismo tras la conquista armada del poder. Como reacción despertaron oscuras fuerzas conservadoras, incluso en países del Sur de tradición civil. A comienzos de los ’70 sobrevivían apenas las democracias de Costa Rica, Colombia y Venezuela. Con ese oscilar del péndulo se inició un tiempo doloroso, que degeneró en insurgencias y guerras. Se olvidó entonces la obligación de dedicar esfuerzos y recursos mayores a las tareas del desarrollo. No se la asumió cuando ocurrió en los ‘80 la “recuperación” democrática. En adelante la “democracia” no fue fundamento para el “desarrollo”. La disociación de ambos conceptos traería graves consecuencias en las décadas siguientes.
En Europa el establecimiento de la democracia permitió el desarrollo económico y social –con el consiguiente mejoramiento de las condiciones de vida– como no lo había logrado ninguna otra propuesta política. Eso explica fenómenos tan recientes como la caída del sistema comunista en el Este, o las luchas de algunos pueblos para independizarse de la tutela de Moscú. En América Latina, a finales del siglo XX, los gobiernos democráticos fracasaron en la labor de superar el subdesarrollo. Faltó decisión e interés. Además, se mostraron incapaces de erradicar la corrupción, endemia de siglos. La desilusión de las masas se tradujo en la emergencia de otros movimientos – estatistas, populistas y autoritarios (o sea, neo-fascistas) y, por supuesto, “antiyanquis” –que desconocieron los derechos y libertades y provocaron el empobrecimiento general y migraciones masivas. El reverso del péndulo ha tenido diversas expresiones (desde alguna regeneración democrática hasta la mimetización revolucionaria de regímenes autocráticos).
Actualmente las naciones latinoamericanas no siguen un mismo camino. Tal vez nunca fue tan diverso y tan incierto su destino. Sin incluir los Estados anglófonos del Caribe, al comenzar 2022 abarcan 14 democracias (5 con serias deficiencias) de distinto signo y otros 6 regímenes. Esa diversidad no traduce la vinculación espiritual que las unen. En efecto, pueblos y personas, consideran que forman parte de un mismo conjunto, que comparten una historia y que enfrentarán juntos el futuro. Los atan lazos más fuertes que los de Europa (447,4 millones) o el Mundo Árabe (436 millones). América Latina es una, en su realidad humana, social y cultural, por el mestizaje, la lengua, la religión, la cultura. Inmensa (de 652 millones, de los cuales 212 millones corresponden a Brasil) ocupa todo un espacio geográfico continental. Junto a China (1.410 millones), India (1.380 millones) y Estados Unidos (331 millones) es una de las grandes comunidades del tiempo.
A pesar de esa unidad esencial, han fracasado las propuestas de integración política y económica. Las han frenado, especialmente, la diversidad de sistemas y de intereses de caudillos o parcialidades. No han faltado al lado de proyectos factibles, otros engañosos, que han distraído intenciones y esfuerzos. Por eso, han sido escasos los pasos efectivos. Así, a pesar del llamado de la historia y de tempranas iniciativas se ha avanzado poco. Conviene recordar que el asunto se planteó desde antes de lograrse la independencia. No habían cesado los combates, cuando Bolívar convocó desde Lima (diciembre de 1824) el Congreso de Panamá. Y no había terminado el siglo cuando se reunieron en Washington los representantes de los estados existentes. Contrastan sus logros con los de otros. Funciona el T-MEC en Norteamérica. La Unión Europea toma decisiones que ejecuta. Y ya marcha una zona de libre comercio de países asiáticos diferentes.
Este 29 de mayo Colombia elegirá nuevo presidente. También lo hará Brasil el 2 de octubre. Ambos procesos provocan incertidumbre, no en cuanto a los resultados (de tendencias definidas), sino con relación al futuro. Influirán en el destino de América Latina. Sin esbozar un proyecto colectivo a largo plazo, que responda a su identidad propia (“nueva”, ni europea ni americana, más bien “criolla”), el péndulo oscilará nuevamente, sin rumbo fijo: entre la democracia moderna y el autoritarismo, del liberalismo “social” a la autocracia con intervencionismo económico. Como durante dos siglos, con modelos extraños inspirados en fuentes autóctonas o foráneas.
@JesusRondonN
Fuente: El Nacional