Con frecuencia los medios nos recuerdan los 6.500 obreros fallecidos en las obras de los estadios del Mundial de Qatar 2022, según desveló The Guardian en febrero de 2021. Una cifra escandalosa que contrasta con los dos trabajadores muertos en las obras del Mundial de Sudáfrica 2010 o las diez personas que perdieron la vida en la construcción de los estadios para Brasil 2014. Es decir, teniendo en cuenta que las obras de los estadios cataríes han durado más de una década —desde la adjudicación de la Copa del Mundo a Catar en diciembre de 2010—, la media de muertos es de 12 a la semana, siempre según el tabloide británico.
Sin embargo, la FIFA y el comité organizador de Qatar 2022 aseguran que el número de muertos es de… ¡tres! «Se han registrado tres accidentes mortales relacionados con el trabajo y 37 muertes no relacionadas con el trabajo», ha defendido Nasser Al-Khater, director ejecutivo (CEO) de Qatar 2022, que acusa a la prensa internacional de utilizar esa cifra de 6.500 muertos con el fin de “crear negatividad” contra su país.
Nicholas McGeehan, director de Fair/Square —una de las organizaciones no gubernamentales que han denunciado con mayor insistencia la ausencia de garantías para los trabajadores extranjeros en Catar—, asegura que ha habido «una gran negligencia con la protección» de los obreros y que «la mayoría de muertes y lesiones se podían haber evitado».
Fair/Square es una de las ONG que ponen nombres y apellidos a los trabajadores fallecidos. Desgarrador resulta el caso de Rupchandra Rumba, un nepalí de 24 años que viajó a Catar con la esperanza de ganar dinero para su familia. Engañado, desembolsó una importante suma para poder trasladarse al país del Golfo, donde estuvo trabajando dos meses en el andamiaje del Education City Stadium, uno de los estadios del Mundial, con un sueldo ínfimo. Volvió a Nepal… pero lo hizo en un ataúd: murió el 23 de junio de 2019 de un infarto, tras soportar jornadas laborales de más de 12 horas, los siete días de la semana, con temperaturas que rondaban los 50 grados. Las autoridades cataríes lo incluyeron en las estadísticas de «Muertes no relacionadas con el trabajo» y la viuda de Rupchandra recibió una indemnización de 1.900 euros.
Amnistía Internacional (AI) también denuncia con vehemencia lo que está ocurriendo en Catar y ha lanzado la campaña #PayUpFIFA para reclamar al máximo organismo del fútbol mundial que dedique parte de los ingresos que genera la Copa a reparar e indemnizar a los trabajadores migrantes que han sufrido condiciones lamentables. Un fondo de indemnización que, según AI, debería ser de «mínimo 440 millones de dólares», que es la misma cantidad que la FIFA destina a las selecciones participantes en premios.
¿En qué consiste el sistema kafala?
Pero, ¿qué ocurre realmente en Catar? Tasas de contratación desorbitadas, trabajos forzosos en condiciones deplorables, demora en el pago de salarios que son muy bajos (e incluso el impago) y largas horas de trabajo sin librar un solo día. Es el pan nuestro de cada día que ha de soportar el trabajador migrante dentro del sistema kafala («patrocinio» en árabe), un sistema implantado también en otros países de Oriente Medio (Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Arabia Saudí, Omán, Kuwait, Líbano y Jordania) que constituye una de las formas de esclavitud más claras del mundo.
Este sistema, que tiene su origen en la economía tradicional de pesca de perlas en el Golfo, explota y denigra a las personas, sumiéndolas en un laberinto del que difícilmente pueden escapar. Fue creado a principios del siglo XX y experimentó una notable expansión en la década de los 50 con el objetivo de atraer a la mano de obra extranjera, otorgando a los migrantes un estatus especial que les permitía trabajar sin necesidad de completar los complejos trámites que requiere un visado.
Pero el sistema kafala, cuya mano de obra proviene mayoritariamente de países en vías de desarrollo del sudeste asiático (India, Pakistán, Bangladesh, Sri Lanka, Nepal y Filipinas) y del norte de África, se acabó pervirtiendo con el paso de los años y los patrones (kafeel) han terminado gozando de un conjunto de medios legales para poder esclavizar impunemente a los trabajadores migrantes, que necesitan un visado para poder trabajar en el país de destino: el empleador puede cancelar el permiso de residencia en cualquier momento, dejando al trabajador como un ilegal y con el riesgo de ser deportado; además, el empleado tampoco puede cambiar de trabajo ni abandonar el país sin permiso de su patrón, con lo que acaba siendo sometido a una serie de abusos sobrehumanos.
Otro punto importante en kafala es la necesidad de la figura de un intermediador que puede llegar a cobrar más del 35% del salario mensual de los trabajadores. Sin olvidar que el racismo es algo muy presente en el sistema. Prueba de ello son los salarios de los trabajadores, que varían considerablemente dependiendo de su país de origen: por ejemplo, en Líbano, los filipinos son los mejor pagados con un sueldo medio de 450 dólares mensuales, que es tres veces más que lo que cobra de media un ciudadano de Bangladesh.
En el caso concreto de Catar, el país cuenta con una población de 2,6 millones de habitantes, de los cuales 1,7 millones son trabajadores extranjeros que, por supuesto, están incluidos en el sistema kafala. Cientos de miles de personas totalmente desprotegidas debido a la ausencia de sindicatos, que están prohibidos por ley en el emirato.
En noviembre de 2017, las autoridades cataríes se comprometieron con la Organización Internacional del Trabajo (OIT) a suprimir el sistema kafala y a realizar una serie de reformas en materia de legislación laboral que debían entrar en vigor antes del año 2022. Entre otras cosas, se permitía a los trabajadores dotarles de canales de denuncias y tener un salario mínimo de 275 dólares mensuales. Cinco años después, Amnistía Internacional asegura que estas reformas siguen sin aplicarse en la gran mayoría de casos; la esclavitud continúa institucionalizada en Catar, como en muchos países de la zona, mientras el emirato y la FIFA se siguen llenando los bolsillos sin pudor alguno.