martes, noviembre 19, 2024
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Kamikazes, con los poetas

PABLO MARIÑOSO,

Yo nunca me inmolaría en un centro comercial al grito de «Dios es grande» porque creo, en primer lugar, que la grandeza de mi Dios se acuna en un pesebre. Y porque, con los poetas, considero que hay ideas verdaderamente poderosas como para morir pero ninguna lo es tanto como para matar. Es un lugar común que el cristianismo no pide negar la razón como sí hace el islam. Al entrar en una iglesia, con los poetas, hay que quitarse el sombrero, pero nunca la cabeza.

Estos últimos meses, sin embargo, me veo espectador de una preciosa sinfonía de kamikazes, que dispuestos en mi vida como nocturnos de Chopin, ponen melodía a una gallardía bien necesaria. Los católicos no solemos disparar en escuelas infantiles pero sí se nos presupone de alguna forma proselitistas, una suerte de kamikazes precisamente contra el mundo que pretendemos alumbrar. Los que hay en mi vida son, con los poetas, jinetes de luz y donde otros ven floretes yo sólo encuentro antorchas.

A veces parecen escurridizos y su locura escapa de nuestra retina, pero es fácil identificarlos. Nuestros kamikazes son esa gente que gastan sus ahorros en una salchichería y en Cuaresma venden de todo menos salchichas; son esos tipos que dimiten de una editorial para embarcarse en otra cayendo en ruina económica, que —eso sí— es mas santificante. Los he visto, existen nuestros kamikazes. Abandonan embajadas y bancos mundiales para batallar en nuestra estepa ibérica; patinan entre aulas universitarias con tal de seguir rescatando efemérides valiosas, por raras que parezcan; se enfangan en campañas electorales para el Senado cuando sólo desearían leer alejandrinos. O escribirlos.

Los kamikazes que hay en mi vida son ejemplos de abnegada belleza. En el caos, o la muerte anunciada o el pretendido desorden, ahí es fácil encontrarlos, porque la vocación de kamikaze es innata a algunos católicos, a falta de serlo para todos. No saben vivir tranquilos porque, con los poetas, Dios no llama a la comodidad sino a la grandeza. Ponen toda la carne en el asador porque esa es su forma, con los poetas, de empuñar espadas de entusiasmo. Y yo me dejó asaetear sonriente.

No negaré que la vida de kamikaze es compleja y muchos de ellos pierden partes importantes por el camino. Algunos son cojos y otros parecen heridos, pero yo en sus llagas veo vida. Su sacrificio me emociona y me devuelve al piano de Chopin. Qué melodía. Y a aquellos que son tuertos, con los poetas, los miro de perfil. Por muchas asperezas de la vida, lo que nunca pierden estos kamikazes, los nuestros, es la vista. La mirada que los lleva, con los poetas, al «debellare superbos» —¡desafiar a los orgullosos!— sin olvidar el «parcere subiectis» —¡perdonar a quien se someta!—.

A estas alturas uno podría preguntarse cuál es el secreto de los kamikazes y el motivo por el que surgen, tal y como florecen los lirios en el campo. De su testimonio que me rodea he descubierto, con los poetas, que el secreto de su amor es la perseverancia; y el secreto de su perseverancia es el amor. ¡Enamórate y no le dejarás!, nos dicen a contracorriente. Un amor que, lo he visto, lleva a los kamikazes a realizar gestas que nunca habrían imaginado. Apuntan en dianas imposibles, como arqueros de una puntería heredada.

Con los poetas me han enseñado a ser amigo. Me rodean los kamikazes y me llevan en volandas, y aunque el fraude su espada no consienta, engañamos juntos si me place. Saqueamos juntos si lo quiero, aunque a los kamikazes mucho la sangre les repugne. Su silencio de hermandad me reconforta y su estruendo de alegría me conmueve. Nunca se inmolarían en un centro comercial pero jamás dejarían pasar la oportunidad de dar la vida. Yo quiero ser uno de ellos.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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