viernes, noviembre 15, 2024
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La bala de plata para el futuro de Argentina

Por Ricardo Manuel Rojas

Argentina es ese país que a principios del siglo XX rivalizaba en la hegemonía mundial con Estados Unidos. Tuvo en 1895 el ingreso per cápita más alto del planeta y, al igual que el coloso del norte, atraía como imán a personas de todas partes que buscaban un futuro mejor.

Pero en los últimos cien años comenzó un camino de auto-destrucción. Los principios de libertad en todos los campos: política, jurídica, económica, social, se fueron destruyendo uno por uno, hasta que se aceptaron como dogmas inquebrantables el colectivismo, el autoritarismo, la restricción a la libertad, y un demagógico sentido de “solidaridad” e “igualdad” que sólo puede conducirnos a ser todos igualmente pobres y oprimidos.

Si bien es posible sostener que desde los albores de la organización política argentina se vivió una constante lucha entre autoritarismo y derechos, la Constitución de 1853 dio la sensación, durante algunas décadas, de encaminar al país hacia una organización política basada en los dos postulados principales del liberalismo: el gobierno limitado y la supremacía de los derechos individuales. Pero siempre estuvo presente el fantasma del autoritarismo y el colectivismo.

Testimonio de ello son las múltiples causas que tramitaron ante los tribunales federales durante los últimos cuarenta años del siglo XIX y los primeros del XX, vinculadas, o bien con hechos de rebelión o sedición, producto de las innumerables revueltas y alzamientos que permanentemente se vivieron en el país, o bien por delitos electorales, vinculados con el fraude y la violencia protagonizada cada vez que había elecciones. Pero el mantenimiento formal de la Constitución, y la buena interpretación que de ella hicieron los jueces y legisladores, permitió en aquellos primeros años superar los problemas y fomentar un crecimiento envidiado en todo el mundo.

A partir de los años ’20 del siglo pasado, la situación se revirtió. El autoritarismo, el fraude y la corrupción comenzaron a minar los principios republicanos de la Constitución, y el colectivismo llegó a las doctrinas jurídicas, judiciales y finalmente a la legislación. Aquella Carta que limitaba el poder, comenzó a ceder frente al colectivismo.

Tal vez se pueda poner un punto de partida a este proceso con una norma que reguló un asunto que hasta el día de hoy genera discusiones: la ley de alquileres (la ley 11.157 de 1921 inició un proceso de periódicas sanciones de leyes de prórroga de locaciones urbanas y regulación de sus condiciones, todas las cuales fracasaron irremediablemente). En el famoso fallo de “Ercolano c/ Lanteri de Renshaw”, el gran Juez Antonio Bermejo explicó los principios liberales de la Constitución Argentina, pero lo hizo en disidencia, pues ya entonces la mayoría de la Corte Suprema avaló dicha ley, que mostraba un avance del colectivismo sobre los derechos individuales.

No debería llamar la atención que la pérdida de los derechos jurídicos de los habitantes se produjo casi conjuntamente con la de los derechos políticos. Las intervenciones legislativas no se detuvieron desde entonces, se intensificaron fuertemente en la década siguiente, que comenzó, además, con la ruptura del orden constitucional en lo político.

Se inició de este modo un período de un siglo durante el cual el poder político fue alternado entre gobernantes autoritarios que lo tomaron por la fuerza, y gobernantes demagogos y corruptos que aprovecharon el mandato obtenido en elecciones democráticas para afianzar el poder de lo que el actual presidente ha denominado “casta”. Ese poder se consolidó a través de la legislación que genera una suerte de oligopolio en manos de ciertos grupos políticos, y a la vez garantiza la supervivencia de dicho oligopolio por medio de legislación electoral (privilegios de los partidos, listas sábanas, primarias obligatorias reguladas por el Estado, etc.).

Una vez obtenido el monopolio de la política, ese poder ha sido utilizado para generar el monopolio sobre los derechos individuales. Los individuos paulatinamente fueron perdiendo sus derechos, se fueron convirtiendo en sirvientes de la “casta” política, sufrieron sus malas políticas económicas impuestas, tuvieron que pagar por malas decisiones y corrupción a través de todo tipo de tributos e inflación cuando ya sólo quedó la alternativa de incrementar absurdamente la emisión monetaria.

Esa “casta” fue generando, a través de un siglo, un mecanismo perverso de redistribución de riqueza, donde determinados grupos -comenzando por ellos mismos-, fueron mantenidos por el producto del trabajo de los habitantes. La necesidad de obtener votos y consolidar el poder “democrático”, llevó a la demagogia, y entonces nuevas leyes redistribuyeron la riqueza de los cada vez menos productivos, para mantener a los cada vez más “necesitados”.

Por ese camino, a través de las décadas, se llegó a la situación actual, en que la mitad de la población es pobre y debe ser mantenida, y de la otra mitad, una buena parte son jubilados o empleados públicos, o sea que también deben ser mantenidos en última instancia por el Estado. Como el Estado en realidad no existe, en definitiva deben ser mantenidos con los tributos pagados por los que todavía trabajan, que cada vez son menos.

¿Cómo salir de este problema que parece irreversible? Volver a la vigencia de la Constitución, con su limitación al poder político y la supremacía de los derechos individuales, requeriría que ocurriese alguna de las siguientes cosas:

Que la propia “casta” política que ha creado el problema, lo solucione a través de las instituciones republicanas. Ello parece muy poco probable, cuando se ha advertido en los últimos años que ese fenómeno de colectivización no sólo no se ha detenido, sino que se profundizó considerablemente.
Que la propia gente se rebele contra la corporación política y exija una reforma. Tantos años de sometimiento, colectivismo y demagogia hacen de esta solución también algo muy difícil de ocurrir.
Entonces, el país parecía encaminado irremediablemente hacia la intensificación del problema, pero esta vez con una situación social y económica tan crítica como nunca antes había vivido en el pasado.

La aparición de Javier Milei y su propuesta revolucionaria de volver a la Constitución fue un hecho que probablemente hace algunos años nadie esperaría. Por supuesto que sería infantil pensar que en Argentina de repente el 57% de los votantes se volvieron “libertarios”. Es más razonable pensar que los ciudadanos, ya hartos de un siglo de estatismo, autoritarismo y demagogia, identificaron un candidato que proponía totalmente lo contrario. Entonces, ocurrió lo inesperado: a través del propio proceso electoral, la mayoría de la gente eludió los condicionamientos impuestos por el sistema para votar populistas, y manifestó su repudio a la “casta” votando por Milei.

Sin embargo, la elección de Milei, en todo caso, no es la solución, sino el inicio de un largo camino hacia la solución. Consciente de que la dirección de los acontecimientos debía ser rectificada de inmediato, porque el país se halla al borde de una crisis económica de proporciones no vistas, el nuevo presidente optó por plantear todo su plan de reformas de una vez, a diez días de iniciado su gobierno, a través de dos normas: un decreto de necesidad y urgencia para tomar decisiones inmediatas que no podrían esperar a que el Congreso las sancione como ley, y un proyecto de ley para todas aquellas otras reformas en áreas que están vedadas completamente para los decretos de ese tipo. Al mismo tiempo convocó a sesiones extraordinarias para que el Congreso trate todo el conjunto de medidas.

Frente a esta jugada, que al mismo tiempo ha sido lógica y estratégica, hoy el Congreso tiene en sus manos la llave para permitir que se dé un giro a cien años de destrucción, de la mano de la Constitución Nacional, o para terminar de enterrar definitivamente al país.

En el seno del Congreso se escucharon todo tipo de voces. Desde los eternos defensores de un populismo destructor, oponiéndose con gritos y sin argumentos (incluso algunos echándole en cara a Milei que los estaba “obligando a leer” normas larguísimas); a los que han llegado a sus bancas ocupando algún lugar en largas listas, y que por lo tanto no están en condiciones de dar ninguna opinión seria, por sí o por no, sobre temas que desconocen completamente; hasta los que se están tomando en serio su papel, y advierten la gravedad de la situación.

Milei llegó al gobierno sin apoyo significativo en ninguna de las Cámaras del Congreso. Debe negociar cada norma, y confiar en la madurez de al menos los legisladores opositores necesarios para que sean sancionadas.

Los últimos días han sido, del algún modo, esperanzadores. Lógicamente, un paquete de medidas que van desde la reforma del Estado, las privatizaciones, la desregulación en todas las áreas, reformas laborales, tributarias, etc., hasta la reforma del propio sistema electoral, siempre concitarán opiniones encontradas. Y lo que se ve hoy en la Cámara de Diputados, si bien es lo que siempre se debería esperar, llama la atención positivamente: diputados estudiando seriamente los temas vinculados con la reforma, aceptando la dirección en general de las modificaciones propuestas, pero señalando puntos de discordancia; y un Poder Ejecutivo que recibe las críticas y se dispone a efectuar las modificaciones acordes.

Varios temas seguramente no serán aprobados. Por ejemplo, la reforma electoral -que tampoco es urgente pues las próximas elecciones nacionales serán dentro de año y medio-, se deja para más adelante; también se han suprimido algunas privatizaciones o desregulaciones puntuales, y probablemente a ello se agreguen otros temas para dejar fuera de estas normas. Pero parece haber consenso sobre la dirección general de la reforma.

Si esto ocurre, probablemente en el segundo mes de su gobierno Milei logre una reforma legislativa como nunca ha ocurrido en el país. Y para quienes temen por el abuso de poder, es bueno recordar que en general se trata de modificaciones destinadas a devolver la supremacía de los derechos individuales de las personas, y limitar el poder del propio gobierno; esto es, para que vuelva a regir la Constitución Nacional, que ha sido sistemáticamente violada durante el último siglo.

El Congreso tiene en sus manos el arma cargada con la bala de plata que puede herir de muerte al monstruo del colectivismo que destruyó un país que estaba llamado a estar entre los más importantes del mundo. Muchos legisladores, a pesar de militar en partidos opositores al gobierno, e incluso haber padecido la verborragia del Presidente durante la campaña, parecen entender lo crítico del momento. Ojalá actúen en consecuencia. Los próximos días serán cruciales para ver si finalmente el país inicia la senda hacia la racionalidad, o si se estrella en el duro muro del colectivismo al que se acerca velozmente.

Fuente: Panampost

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