Biden se presenta como un gran reformador, arquitecto de la transformación económica y social de Estados Unidos y constructor de alianzas para hacer frente a China.
Pero desde la caída de Kabul, su gran plan parece erosionarse.
Por ejemplo, el viernes 17 de septiembre se dirige a una casa de descanso en la playa, a 200 km de Washington DC, y apenas llegar supo que el Pentágono reconoce haber matado por error a civiles en un ataque dirigido contra un yihadista en Kabul.
Después, Francia, furioso desde que Estados Unidos y Australia concluyeron a sus espaldas un acuerdo sobre submarinos, llama a consultas a su embajador en Estados Unidos. Y las autoridades sanitarias cuestionan la campaña de refuerzo de vacunas contra el COVID anunciada por la Casa Blanca.
Ahora Biden se encuentra de cara a tres promesas esenciales de campaña, que hubieran marcado la ruptura con la era Trump: serenar las relaciones internacionales, humanismo en cuestiones de seguridad y competencia en la respuesta a la pandemia.
Esta semana, un escenario similar se repite.
El presidente estadounidense se congratula de un «regreso a la normalidad» luego de una llamada con su par francés, Emmanuel Macron. Anuncia donaciones históricas de vacunas contra el coronavirus a los países pobres, y se prepara para recibir a los primeros ministros de India, Australia y Japón para consolidar su política exterior.
Pero la crisis migratoria en la frontera sur hace descarrilar su programa.
El miércoles, el emisario estadounidense en Haití, Daniel Foote, renuncia ruidosamente para denunciar las expulsiones «inhumanas» de miles de inmigrantes por parte de Estados Unidos.
Las imágenes de los haitianos en la frontera de Texas dieron la vuelta al mundo y desataron una ola de críticas contra la administración Biden: la izquierda le reprocha su brutalidad en el trato a los migrantes, y la derecha más conspicua denuncia su supuesta laxitud.
Además el gran plan de reformas de Biden, compuesto de inversión en infraestructura y gastos sociales, también está amenazado.
Los acuerdos legislativos sobre este proyecto, que totaliza unos 5 billones de dólares sobre varios años de inversión, son extremadamente complicados.
El ala más a la izquierda del Congreso quiere votar al mismo tiempo sobre puentes y salud, sobre redes eléctricas y cuidado de niños.
Los demócratas de centro quieren disociar los dos aspectos, el social y el económico, votando primero el plan de infraestructura menos costoso, por 1,2 billones de dólares y que reúne más consenso.
El miércoles, Biden recibió por separado a representantes de cada tendencia, para jugar su papel favorito: el del viejo senador pragmático y conciliador, que comienza cada una de sus intervenciones con un comprometido «Escuchen, muchachos» («Listen, folks»).
¿Pero será suficiente, cuando la oposición republicana alista sus armas para las elecciones parlamentarias de 2022, en las que el presidente se jugará su exigua mayoría en el Congreso?
Los republicanos ya hicieron saber que los demócratas deberán arreglárselas solos ante dos amenazas financieras: la posibilidad de un default de Estados Unidos si no se aumenta o suspende el tope de endeudamiento, y una parálisis del gobierno federal si no recibe fondos presupuestales.
Estos asuntos implican maniobras con el presupuesto para las cuales, en años pasados, demócratas y republicanos encontraron, bien o mal, un terreno de entendimiento.
Pero hoy, el escenario político no es propicio para ese esfuerzo conjunto, en particular cuando la influencia de Trump en el lado conservador persiste.
«He visto problemas, crisis y guerras, pero todo esto es el más grande embrollo desde que estoy aquí», dijo Peter DeFazio, veterano del Congreso y representante demócrata por el estado de Oregón, a la cadena NBC.
Fuente: Diario las Américas