JOSÉ JAVIER ESPARZA,
Alabada sea la ciencia, que nos redimirá de nuestros pecados. Este es el credo de las clases semicultas en nuestro tiempo, incesantemente predicado por la casta política y el coro mediático. La pandemia de la Covid-19 ha multiplicado la fe, pero la cosa venía de antes, y ya pudimos verlo– -hasta la náusea— en los augurios sobre la siempre inminente catástrofe climática. Es una ciencia singular, esta de nuestros días: una ciencia en la que no hay debate ni contraste, sino verdades que se imponen hasta el extremo de silenciar a los que discrepan. Y sus tribunos tampoco son científicos, sino políticos o comunicadores o industriales que no hablan como el investigador que expone su teoría, sino como el chamán que dispensa credos y tabúes. No hubo propiamente debate científico con el coronavirus; de hecho, todo intento de debatir nada fue rápidamente desmantelado con campañas mediáticas que llegaron incluso al linchamiento moral, como el que sufrió el premio Nobel Luc Montagnier desde que osó salirse del rebaño covidiento. Lo mismo viene ocurriendo con los que se atreven a desconfiar de las nunca verificadas previsiones sobre el apocalipsis climático. Ahora bien, ¿cabe una ciencia sin discusión, sin debate, sin examen público de hipótesis, sin crítica? No, no cabe. Por eso lo que nuestras elites llaman hoy «ciencia» no es tal. La ciencia, en rigor, es un conjunto de certidumbres revisables. Y si no se revisan, o se revisa sólo lo que va a reforzar la convicción primera, entonces no es ciencia.
Es interesante, porque, en realidad, todo el camino de la reflexión sobre la ciencia en el siglo pasado había circulado exactamente en sentido inverso, es decir, como una permanente puesta en cuestión de la capacidad de la ciencia para encarnar la verdad. El Principio de Incertidumbre de Heisenberg nos enseñó que el observador altera la cualidad de lo observado, el Teorema de Incompletitud de Gödel nos señaló los límites de los sistemas matemáticos formales para demostrar qué es verdad, Kuhn acabó con la idea del progreso acumulativo en las ciencias para sustituirlo por una sucesión de cambios de paradigma, Popper rebajó las pretensiones de verdad en el conocimiento científico y las dejó en la mucho más modesta «falsabilidad» (o sea, que una proposición no pueda ser refutada), Jacques Monod llegó a la conclusión de que la ciencia moderna jamás podría penetrar más allá de esa triple frontera que es el origen del big-bang, del sistema nervioso central humano y del surgimiento del primer ADN (lo cual, por cierto, le llevó a una melancolía sin límites), Feyerabend redujo a polvo las pretensiones de asentar reglas metodológicas universales, David Bohm arrancó en la física cuántica y terminó en la certidumbre de que el universo se sostiene en un orden implicado que da cuenta de su unidad… En fin, podríamos multiplicar los ejemplos. Lo esencial es esto: si algo había caracterizado a la ciencia desde principios del siglo XX, era precisamente la conciencia de sus propios límites. O sea, todo lo contrario de la fútil petulancia de quienes hoy enarbolan la bandera de la «ciencia«.
Lo que hoy estamos viviendo con toda esta veneración infantil de la ciencia es un sorprendente retroceso cognitivo, como el de esos enfermos que, llegados a un cierto punto de deterioro, ya sólo recuerdan las cosas de su más lejana infancia y olvidan todo lo demás. Es como si de repente hubiéramos borrado un siglo de pensamiento para volver al ingenuo positivismo de Augusto Comte y a esa filosofía que veía en el hombre científico el estadio más avanzado —y final— de la evolución humana; aquellos buenos viejos tiempos en los que la burguesía triunfante desplazaba a Dios de los altares y ponía en ellos a la ciencia al grito de «viva el progreso». Con el mismo fervor religioso, hoy nuestros políticos y predicadores laicos entonan los himnos de una ciencia que, en rigor, ya no es tal, sino sólo el nombre de una nueva fe sin Dios ni Paraíso, pero con Infierno e Inquisición. Y quema.