JAUME VIVES,
El otro día estuve paseando con la familia por Calatayud, y llegué a la conclusión de que, del pueblo de la Dolores, queda entre muy poco y nada. Queda el mesón de la Dolores, donde el trato es exquisito y se come bien, pero aparte de eso, me pareció un pueblo en sus últimas horas de vida, que para un pueblo vendrían a ser unos pocos años.
Recorriendo sus calles pudimos ver edificios casi abandonados, con portones de madera señoriales, seguramente cuarenta años atrás albergaron a familias relevantes de Calatayud y ahora, carcomida ya la madera, era lo único que quedaba en pie. Un montón de edificios en cuyo interior sólo habitaban los fantasmas del pasado. Muchos de los bajos estaban en venta, imagino que emprender un negocio en un pueblo que agoniza debe ser más ruinoso que apostarlo todo a un número en la ruleta.
Por las calles se veía algún turista que, como nosotros, había recalado allí, y luego numerosos grupos de jóvenes venidos de fuera, que no se parecían ni al hijo de la Manoli ni al hijo de la tía Hortensia. En la terraza de un bar cochambroso dos borrachos discutían, el que parecía más cabal le decía a su compañero que podía ir al baño si quería, pero «sin queroseno», —dedujimos que en esa zona llaman así a la cocaína— a juzgar por la actitud, el aspecto y la conversación. Luego buscamos un sitio que estuviera recomendado para cenar. Escogimos el segundo en la lista, que resultó ser el bar de la estación de autobuses, a las afueras, donde dos mujeres, castigadas por la vida y el queroseno, discutían con unos hombres. Pensando que la cosa podía ir a mayores, cogimos a la prole y acabamos en el mesón de la Dolores, que fue el mayor acierto en nuestra fugaz visita.
Otro acierto fue el encargado de una ferretería, que nos ayudó a arreglar un cochecito de bebé —nos pareció un superviviente en una isla, si no desierta, al menos prácticamente abandonada—. Aquel hombre, seguramente de los pocos que era de Calatayud, nos dio la sensación de que ahora era un extraño entre los suyos. Entre los que se habían ido y los que habían venido la cosa se parecía poco al pueblo que le había visto crecer. Vimos a más de un alcoholizado tirado en la calle que, aunque pueda ser muy normal en una gran ciudad, creo que no lo es tanto en un municipio que no llega a veinticinco mil habitantes.
Y callejeando por el pueblo vimos en el cristal de un local un cartel donde se anunciaba la apertura de un nuevo negocio, ¡aleluya! Resultó ser una funeraria, ¡vaya por Dios!
Y no es que esté mal que haya quien se ocupe de dar cristiana sepultura a los muertos, así debe ser, y hay que pagarlo, pero nos pareció la mejor metáfora de lo que nuestros ojos estaban viendo. Una ciudad que se muere y que necesita que la entierren. Sin familias y sin una juventud arraigada, sólo es cuestión de tiempo. Seguramente abran una o dos funerarias más para ir enterrando a los que todavía se resisten a dejar el pueblo que los vio nacer y después Calatayud (como tantos otros pueblos) desaparecerá, aunque algunas personas sigan transitando por sus calles. Sólo el nombre quedará en pie. Urge un replanteamiento o España se convertirá en el país de las grandes ciudades y las funerarias.