JOSÉ JAVIER ESPARZA,
Hay una España huérfana que se ha quedado sin madre ni padre, esto es, sin patria ni Estado. Sin patria porque, desde hace decenios, ese monstruo llamado España —tan abominable que muchos prefieren decir «estepaís«, por vergüenza de invocar su nombre— viene siendo sistemáticamente denigrado, humillado, vituperado y ofendido, culpable sin absolución de males terribles que sus hijos, nosotros, hemos heredado a modo de inexpiable pecado original. ¿Quién podría reconocerse en una madre (en una patria) así? Y esa España se ha quedado sin Estado, también, porque ese artefacto, que un día se pudo identificar con el bienestar, la educación gratuita, la atención sanitaria, la vacaciones pagadas y la vivienda asequible, entre otras bendiciones, ahora se nos muestra como un depredador insaciable que nos devora sin cesar, que se lleva la mitad de lo que ganamos y que se gasta eso que nos roba en alimentar a parásitos de todo pelaje, que nos inunda con obligaciones para costear los privilegios de los favorecidos, que entrega el pan a quien quiere romper la bolsa y se lo quita a quien brega por llenarla. Y, claro, ¿quién querría reconocerse en un padre (un Estado) así?
De esta manera, con una madre desterrada por puta y un padre aborrecible por injusto y canalla, hay muchos españoles que ya se ven sin padre ni madre. Es una España huérfana. La de quienes un día tuvieron algo y lo han perdido.
Pero hay otra España huérfana. La nueva. Esa España que ya ha nacido sin padre ni madre, porque el nombre de la madre, de la patria, se lo ocultan o lo suplantan, y el nombre del padre, del Estado, ya sólo designa a un fantasma sin rostro, o una máquina sin alma, fuerte con los débiles y débil con los fuertes, incapaz de suscitar el menor afecto. Esa España, que es la de las generaciones más recientes, es la España de la inclusa, que ha nacido privada de identidad nacional y flota sin saber dónde agarrarse. Otra España huérfana: la de quienes nunca han tenido nada.
A unos huérfanos y otros, los tutores, como madrastras de cuento, les dicen que no busquen más y se contenten con su situación. Hay una cierta derecha que no se atreve a maldecir el nombre de la patria, pero se apresura a difuminarlo, como una mentira piadosa, en una nube de humo que se llama «Europa», «Occidente» o «mundo global». Y hay una cierta izquierda que ha declarado la muerte por siempre de la madre común y pone al niño en brazos de impostores. Esa derecha y esa izquierda no son lo mismo, pero comparten el mismo afán: que la memoria de la madre desaparezca y que el padre, ese viejo borracho y acabado, siga sangrando a los hijos para costear la vida de los albaceas testamentarios.
Y sin embargo, hay huérfanos que no aceptan el engaño. Huérfanos que guardan al menos la imagen de la madre y del padre, que saben quiénes fueron y quiénes son, y que creen posible recomponer las cosas. No son la mayoría, probablemente, pero su toma de conciencia es tan poderosa que amenaza con arruinar el negocio de los albaceas. De ahí que estos, tan distintos en tantas cosas, coincidan sin embargo a la hora de maldecir a los díscolos: saben que la mera existencia de disidentes pone en peligro su poder. Lo prodigioso es que, a pesar de la avalancha de insultos, salivazos y maldiciones, los huérfanos conscientes de serlo permanecen en pie.
De una manera u otra, esto que ocurre en España está sucediendo a la vez en toda Europa: la rebelión de los huérfanos. Unos, veteranos, que han guardado memoria de lo que un día fue su patria y su Estado; otros, bisoños, que no entiende por qué han de vivir en esta suerte de siniestro hospicio dirigido por la finanza transnacional y regentado por los alguacilillos locales con sus absurdas querellas. Los veteranos y los bisoños están empezando a darse la mano. Los huérfanos no están sólo en un partido, aunque sólo unos pocos hayan alzado de momento la voz. Cuando los desheredados se den la mano, los cimientos del hospicio se vendrán abajo. Lo que vendrá después es una incógnita, pero guardamos la esperanza de que será, al menos, más humano. Una madre. Un padre.