David Cerdá,
En circunstancias normales, la llegada del último valido del presidente me interesaría lo mismo que un estreno de Netflix: entre cero y nada. Pero hete aquí que me entero de que el joven Diego Rubio, que ha venido a «aportar su rigor técnico y transversalidad al puesto» (sic) de jefe de gabinete, tiene publicada una tesis doctoral por la universidad de Oxford titulada La ética del engaño. Y entonces me digo, uno, que la cosa me va a interesar, aunque sólo sea porque mis dos últimos ensayos tratan precisamente de la ética y la verdad, y dos, que a lo mejor estamos ante el primer caso real de transversalidad en la política española, porque si hay algo transversal a todos los gobiernos de Sánchez es el engaño.
Así que este filósofo suyo de cabecera —«un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo»— se ha sumergido en la susodicha tesis y le trae, querido lector, unos cuantos mensajes para que entienda por qué es este el nuevo niño bonito del presidente. «El propósito de esta tesis es reflexionar sobre la importancia que el engaño ha tenido en el funcionamiento eficiente de las sociedades y en el desarrollo de los individuos», comienza su texto, cuya perspectiva es histórica: pretende analizar «el desarrollo de la noción de engaño lícito durante la Edad Media y, principalmente, la Primera Edad Moderna». Importa que el señor Rubio sea historiador, alguien que investiga lo que hubo, malo o bueno, y no, como servidor, filósofo moral, y por lo tanto investigador de lo que debe haber (y efectivamente ha habido: no trabajamos en entelequias, sino en realidades). Subrayo con esto que elegir para que esté a tu vera a este señor es otro canto más a la realpolitik de nuestro presidente, en la versión maquiavélica extrema que él practica, que es la de los nulos —zero, rien, null, niet— escrúpulos.
Sigamos con el doctor Rubio y su «engaño lícito». «Mi afirmación es que entre los siglos XIII y XVII, Occidente fue testigo de la formación de lo que yo llamo una Ética del engaño: una corriente de pensamiento que, sin cuestionar la prohibición agustiniana de mentir, reconocía el engaño como algo intrínseco a la naturaleza y a la humanidad, justificando así su uso desde perspectivas morales y políticas». Como acabo de decir, el señor Rubio y servidor tenemos lecturas distintas y objetivos dispares. Pero igual he de decirles que, tras treinta y pico años estudiando e investigando la ética, es la primera vez en mi vida que escucho las expresiones «ética del engaño» o «engaño lícito», no hablemos ya de la existencia de toda una filosofía del asunto. No soy tan presuntuoso como para decirles que eso no existe porque yo no lo he leído; les aseguro que la corriente es peculiarísima y los filósofos que la tratan, muy muy pocos. Escriban en su buscador de interné, si no me creen, «philosophy ethics deception» y verán los cuatro resultados de birria que obtienen.
Un Rubio final, para despejar dudas. Explica en su tesis «cómo se desarrolló este proceso intelectual [de que el engaño fuese moralmente aceptable], propiciado por las nuevas realidades sociales, y ayudado por el florecimiento de la casuística, el tacitismo y el neostoicismo», y sostiene además «que la aceptación del engaño contribuyó a la creación de una nueva visión del mundo [y] de una política regida por la razón y no por la fe [y] la aparición de las nociones de individualismo, privacidad y libertad de pensamiento». Aquí no cabe el torcido modo en que el doctor llega a estas conclusiones. Tan sólo pido al lector que calcule qué nivel de cuajo hay que tener para atribuir a las bondades del engaño nada menos que el avance de la razón frente a la fe o ¡la libertad de pensamiento! «Por estas razones, sostengo que el engaño desempeñó un papel importante en la configuración de la Modernidad», concluye el susodicho. ¿Se hacen una idea de lo que nos espera con este muchacho, y de las buenas migas que por fuerza hará con el falsario más espléndido que en la Moncloa hemos tenido?
No hay nada de raro en que se investiguen ideas peculiares. Pero no me dirán que no tendría gracia, si no fuera repugnante, que el presidente de nuestro país haya escogido justo al tipo al que le da por investigar la historia de los dirigentes cínicos y mentirosos (porque «todo el mundo miente»; ¿me siguen?). El tacitismo que menciona el doctor es un antiguo intento de incorporar a una política de base cristiana el amoralismo de Maquiavelo. ¿Cómo no alabar su tesis? Esto es más que un desliz freudiano de Sánchez: es psicopatología, capítulo primero. Un tipo, Rubio, además tan falso él mismo como para asegurar que hay corrientes morales que dicen algo así como «el engaño os hará libres». Y cínico hay que ser hasta le médula para decirse demócrata (demos significa pueblo) y gobernar engañando sistemáticamente a ese pueblo, desposeyéndolo sistemáticamente de su poder (eso significa kratos).
Le dejo, también, este jugoso detalle: Diego Rubio formó parte del «comité de expertos» del Gobierno durante la crisis del COVID-19, junto al ahora también ministro Carlos Cuerpo y otra serie de lumbreras perfectamente neutrales. El mismo comité de expertos cuya existencia era negada por el Ministerio de Sanidad apenas cinco meses después de su supuesto nacimiento, según confesó al Consejo de Transparencia, a instancias del Defensor del Pueblo. Ya ven: tras la tesis doctoral llegaron las prácticas, que tal vez incluso pagamos, porque una cosa es pintar menos que una mona y otra no recibir un sueldo, o más bien una soldada.
«Gracias por decirme mentiras», canta la fadista Ana Moura en Thank You, «gracias por hacerme llorar». El tema es desgarrador —«Gracias, por hacerme polvo, y gracias por cada uno de mis miserables días»—, aunque al menos tiene un final con un rayito de luz, pues quien canta a su infame amado dice que recordó que tenía un corazón cuando se lo rompieron. Como al personaje que interpreta Moura me imagino a tantos y tantos votantes de Sánchez, y me pregunto qué hace falta para que llegue el día en que descubran que, cálido y en su pecho a la izquierda, ellos también tienen un corazón que clama. Mientras ellos se lo piensan, propongo que los demás hagamos nuestra propia terapia. Yo ya elegí la mía. Voy a aprovechar que el sátrapa Maduro decretó que la Navidad llegará en dos semanas para escribir mi carta a los Reyes Magos de cara a las próximas elecciones generales. No voy a pedir ni pactos de Estado por la educación ni un plan económico solvente ni siquiera racionalidad en el gasto público, y me da igual derecha, izquierda o centro: sólo pido un gobierno que no me vacile a diario.