MIQUEL GIMÉNEZ,
Cuando servidor iba al colegio existía una jerarquía entre maestro y alumno. La idea básica era que tú ibas a aprender y el maestro a enseñarte y eso requería por tu parte atención, esfuerzo, buena voluntad y disciplina. Las materias impartidas debían merecer todo tu interés, y para comprobar si aprovechabas el tiempo te hacían salir al encerado a ver si sabías o no lo que te preguntaban, se ponían exámenes sorpresa para ver si te pillaban en un renuncio, existían calificaciones, obviamente, y se te evaluaba en función de lo que hubieras aprendido o no. Por supuesto existían castigos que iban desde el quedarte una hora más de clase a privarte del patio o aquellos tan engorrosos como escribir mil veces: «No hablaré en clase» del que servidor, a pesar de ser buen chico, no pudo librarse en una ocasión, pero es que me había salido en un sobre de cromos Famosos de la TV nada menos que el del almirante Nelson de la por entonces célebre serie Viaje al fondo del mar y, claro, ¡a ver quien se calla con ese tesoro en el bolsillo! No pude.
Pero además de conocimientos sobre matemáticas, geografía, historia, francés, latín, griego, química, física, lengua española y otras disciplinas que para sí quisieran hoy muchos universitarios —estoy hablando de cuando iba al Antiguo Colegio Academia Nuestra Señora del Carmen de mi Pueblo Seco natal teniendo yo ocho añitos— se puntuaban tres cosas utilísimas: aseo, puntualidad y urbanidad. Debías ir con la bata impoluta —porque entonces todos llevábamos bata, lo que hacía desaparecer las diferencias sociales en la ropa— y estar puntuales a la hora de abrir las puertas del colegio. Y si uno llegaba tarde, debía llevar un justificante firmado por sus padres. La urbanidad era otro asunto, porque se nos exigía ser bien educados, saludar con respeto a nuestros mayores, no alborotar ni en clase ni a la salida del colegio, hacer caso a las semáforos, no decir palabrotas ni pelearnos entre nosotros. Excuso hablar de robos, acoso, toquetear a chicas y un sinfín de barbaridades que se nos antojaban terribles y lejanas.
Por supuesto, cuando te castigaban a ningún padre se le ocurría ir a reclamarle al profesor, al contrario, lo más probable era que te cayese otra bronca a ti en casa. Las notas se exhibían o se ocultaban porque eran el fielato de lo que tú dabas como individuo. Todo esto, que ahora suena a película de los cincuenta, dio a una generación capaz de formarse, ganarse la vida por sus propios medios, formar familias, sacar España adelante e incluso hacer una Transición. Porque se nos inculcaron valores en casa y en el colegio, entre ellos el respeto a la autoridad, el culto al trabajo y el deseo de mejorar.
Ahora nos encontramos con unos jóvenes que se quejan, que se aburren, que no dan valor a nada y que, por tanto, fracasan. Al no respetar a nada ni a nadie no se saben respetar ni a ellos mismos. Están huecos por dentro, carecen de valores. Por eso la sociedad está también hueca.