La cosa empezó con la muy útil iniciativa de poner marcas comerciales a algunos productos de consumo para, así, mantener una mejor calidad. Era una exigencia de la economía de mercado. Pero, pronto, dio el paso a la política y degeneró en el etiquetaje sistemático como un instrumento de propaganda para enaltecer las ideologías propias y desacreditar las contrarias. Ya se sabe, “insulta, que algo queda”.
La conducta de algunas personas puede quedar desacreditada, sin mayores miramientos, solo, por pertenecer a colectivos que se sienten rechazados o excluidos de la corriente dominante. En eso caso, cae sobre ellos un estigma, un prejuicio, muy difícil de levantar. La razón es simple: resulta muy cómodo manejar adjetivos que califican a ciertos conjuntos para no tener que pensar más. Así, los que se refieren a nacionalidades, grupos religiosos, étnicos, ideológicos. No, solo, se emplea para criminalizar a tales conjuntos, sino, al autocalificarse con ellos, para defenderse de los ataques de los extraños.
Hay veces en las que la adjetivación es tan extravagante como como la de considerar a Chile como un “país plurinacional y ecológico”
A lo largo del tiempo, las calificaciones pueden ir cambiando de sentido. Por ejemplo, lo “verde” se asoció con la envidia o el odio, aunque, básicamente, con la naturaleza. Luego, pasó a adjetivar las energías “renovables”, incluso, ampliándolas al gas y a la nuclear. En el plano político, el “progresismo” fue el opuesto a los conservadores o tradicionales; hoy, abarca diversas formas de intervención del Estado en la vida económica. Hay veces en las que la adjetivación es tan extravagante como como la de considerar a Chile como un “país plurinacional y ecológico”, según la aspiración de los progresistas chilenos. Como broma, puede pasar.
Los ejemplos aducidos nos señalan la persistencia de una mentalidad mágica, según la cual la etiqueta trata de hacer bueno o malo el colectivo correspondiente. Todo eso funciona con independencia de los hechos o de las conductas de sus integrantes. Es una presunción caprichosa o arbitraria, pero, tiene efectos prácticos. Se trata de crear nuevas realidades sociales a partir de puras lucubraciones. No olvidemos que la conducta humana tiene mucho de irracional.
Los conflictos políticos, incluso, las guerras se resuelven, hoy, en gran medida, a través de la propaganda, que consiste, primariamente, en poner nombres a los contendientes. Hay veces en las que las etiquetas adquieren vida propia. Véase el ejemplo de los “etarras”. Funcionó como una acertada calificación para los terroristas de la ETA, una organización independentista vasca, dispuesta a la “lucha armada”. La etiqueta de “etarras” se manejó por los adversarios con ánimo despectivo. Pero resulta que, en vascuence, el sufijo “arra” indica, simplemente, un gentilicio, el natural de una localidad o comarca. Por tanto, lo que podía parecer algo despreciativo se tornó en, casi, lo contrario, una justificación. Claro, que la mejor defensa de los antiguos terroristas fue constituir un nuevo partido político, Bildu, que, en vascuence, se asocia con la palabra “convento”. No, solo, eso. Los “bilduetarras” lograron introducirse en la conjunción gobernante en España junto a otros grupos separatistas. Como puede verse, el juego de las etiquetas puede resultar paradójico.
La llamada “ideología de género” es una de las más aviesas maniobras de etiquetaje en un mundo que desea pasar por igualitario
No estamos ante sucesos extravagantes. La operación del etiquetaje ideológico se practica de cutio por el vecindario, incluso, el ajeno a la actividad política. Basta con que se acepte con naturalidad la diferencia entre “ellos” y “nosotros”; naturalmente, con la idea subyacente de que los nuestros son los “buenos” frente a los otros como los “impresentables”. La distinción puede ampliarse a la confrontación entre clubes deportivos o grupos de aficionados a diversas actividades. En los casos extremos, la dicotomía puede llegar al odio e, incluso, a la violencia criminal. Las etiquetas ayudan a justificar las conductas de exclusión o rechazo para los gentiles, los judíos, los negros, los gitanos, los moros, los foráneos, los salvajes, los de otra etnia. Es fácil que una primera actitud de simple diferencia o distancia se trueque en desprecio, hostilidad, odio. Hay veces en las que, para disimular el prejuicio y la mala conciencia, se quiere evitar con expresiones retorcidas como “hombres y mujeres” o “todos y todas”. La llamada “ideología de género” es una de las más aviesas maniobras de etiquetaje en un mundo que desea pasar por igualitario.
Los cambios de etiqueta para disimular los prejuicios étnicos revelan la operación parecida de hacer ver que no existe el pretendido racismo, siempre, visto con desagrado. Así, en los Estados Unidos de América se instaló la denominación de “chicanos”, “latinos” o “hispanos” para calificar al numeroso conjunto de los inmigrantes del resto del continente, los de habla española o portuguesa. Dado su número tan elevado y sus rápidas corrientes de ascenso social, los dominantes whasps (blancos, anglosajones, protestantes; por sus siglas en inglés) han acudido a una nueva etiqueta infamante: los latinx. No sabemos, todavía, en qué parará. Una cosa es segura: la guerra de las etiquetas continúa con formas, cada vez, más imaginativas.