miércoles, diciembre 25, 2024
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La mamá de ‘Good Bye Lenin’

Javier Torres,

Vivimos en el mejor, más próspero y libre de los mundos posibles excepto por pequeños detalles como la obsesión del poder en saberlo todo sobre nosotros, quitarnos el dinero en metálico —último acto, instinto milenario, ajeno al control total del Leviatán más despótico— y lograr que la tasa de natalidad (1,16 hijos por mujer) sea la más baja de Europa con permiso de Malta.

Esta circunstancia, lejos de suscitar cambios de paradigma y derribos de muros mentales, refuerza los viejos esquemas. Losantos, refugio de despechados y paradigma del gatopardismo setentayochista, dice que la conciliación es cosa de comunistas y que el Estado no debe fomentar la natalidad aunque hoy nazcan menos niños que en la Guerra Civil. Es la libertad, amigos.

En todos lados leemos y oímos que la propiedad privada es sagrada pero el 85% de los menores de 35 años vive aún con sus padres mientras el 75% era propietario en 2000, dos años antes de la llegada del euro. Cabe preguntarse qué es la propiedad privada para quienes la tienen en la boca a todas horas, si un derecho fundamental (33.1 de la Constitución), una entelequia o un concepto difuso que avala que el gigante arrase comunidades de pequeños propietarios o que Blackrock (accionista de Atresmedia y Mediaset, entre otros) parasite barrios enteros y transforme uno castizo en Senegal, si es pobre, o en Little Caracas, si es rico.

Este debate (el gran problema de toda una generación) no se va a resolver con el sálvese quien pueda que predican los gurús que escriben libros sobre cómo hacernos ricos cuando bastaría una casa para vivir. Consejos para arrasar con el bitcoin, pero ninguna explicación de la brecha que aumenta entre generaciones hasta el punto que la diferencia de riqueza entre mayores y jóvenes se ha multiplicado por nueve en 20 años. No hay explicación, pero sí solución: importar mano de obra barata.

En ese plan se abrazan el gran capital (ninguna patronal se opone a la inmigración masiva) y la izquierda caviar de oenegé. El resultado, como acaba de anunciar Sánchez, es homologar los títulos académicos de quienes procedan de Mauritania, Senegal o Gambia para facilitar su contratación en España. Así, el universitario español pagará mucho más que ellos por sus estudios mientras el empresario tendrá la oportunidad de contratar al trabajador africano, siempre más baratito. El título español se devalúa, a tal realidad conducen los falsos discursos humanitarios o los que llaman libre mercado a la competencia desleal.

Y es muy cierto que de la palabra «libertad» se ha abusado, a veces hasta referida a las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, donde murieron dos tercios de todos los católicos de Japón. Sólo Estados Unidos la ha usado, pero el discurso dominante sostiene —a falta de encontrar las armas de destrucción masiva de Irak— que es Rusia —y nadie más— quien podría apretar el botón nuclear en cualquier momento.

Algo parecido sucede con la ideología de género y otros excesos posmodernos, a menudo atribuidos al comunismo. Son las universidades de la costa este norteamericana y no el Kremlin quienes han exportado el movimiento woke, que no por casualidad triunfa más en el lado occidental que en el oriental. Acaso es posible porque, contra el prejuicio habitual, los países del otro lado del muro han legado hoy sociedades más arraigadas, con mayor patriotismo, más natalidad y una acusada identidad religiosa. Europa Occidental, según la encuesta Gallup 2019, es la región del mundo con menor porcentaje de habitantes dispuestos a defender a su país en una guerra. Todo un logro del mundo libre.

Un profesor de Historia me dijo una vez que entre ideología y realidad nos quedemos siempre con la realidad y tiremos la ideología por la ventana. A ver si se aplican el cuento quienes, como la mamá de Good Bye Lenin, viven en la mentira de un mundo que nunca cambia.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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